HUMOR: Francisco de Quevedo, Jonathan Pollock y Ramón Gómez de la Serna

Literatura  Española e Hispanoamericana del siglo XX clase del martes 3/2/2015

Profesora: Valeria Correa Fiz.

A UNA NARIZ

Érase un hombre a una nariz pegado,
Érase una nariz superlativa,
Érase una alquitara medio viva,
Érase un peje espada mal barbado;
Era un reloj de sol mal encarado.
Erase un elefante boca arriba
Érase una nariz sayón y escriba,
Un Ovidio Nasón mal narigado.

Érase un espolón de una galera,
Érase una pirámide de Egipto,
Las doce tribus de narices era.

Érase un naricísimo infinito,
Frisón archinariz, caratulera,
Sabañon garrafal morado y frito.

FRANCISCO DE QUEVEDO (Madrid, 14 de septiembre de 1580 – Villanueva de los Infantes, Ciudad Real, 8 de septiembre de 1645)

Quevedo_(copia_de_Velázquez)

 

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Escritor español. Los padres de Francisco de Quevedo desempeñaban altos cargos en la corte, por lo que desde su infancia estuvo en contacto con el ambiente político y cortesano. Estudió en el colegio imperial de los jesuitas, y, posteriormente, en las Universidades de Alcalá de Henares y de Valladolid, ciudad ésta donde adquirió su fama de gran poeta y se hizo famosa su rivalidad con Góngora.

Siguiendo a la corte, en 1606 se instaló en Madrid, donde continuó los estudios de teología e inició su relación con el duque de Osuna, a quien Francisco de Quevedo dedicó sus traducciones de Anacreonte, autor hasta entonces nunca vertido al español.

En 1613 Quevedo acompañó al duque a Sicilia como secretario de Estado, y participó como agente secreto en peligrosas intrigas diplomáticas entre las repúblicas italianas. De regreso en España, en 1616 recibió el hábito de caballero de la Orden de Santiago. Acusado, parece que falsamente, de haber participado en la conjuración de Venecia, sufrió una circunstancial caída en desgracia, a la par, y como consecuencia, de la caída del duque de Osuna (1620); detenido, fue condenado a la pena de destierro en su posesión de Torre de Juan Abad (Ciudad Real).

Sin embargo, pronto recobró la confianza real con la ascensión al poder del conde-duque de Olivares, quien se convirtió en su protector y le distinguió con el título honorífico de secretario real. Pese a ello, Quevedo volvió a poner en peligro su estatus político al mantener su oposición a la elección de Santa Teresa como patrona de España en favor de Santiago Apóstol, a pesar de las recomendaciones del conde-duque de Olivares de que no se manifestara, lo cual le valió, en 1628, un nuevo destierro, esta vez en el convento de San Marcos de León.

Pero no tardó en volver a la corte y continuar con su actividad política, con vistas a la cual se casó, en 1634, con Esperanza de Mendoza, una viuda que era del agrado de la esposa de Olivares y de quien se separó poco tiempo después. Problemas de corrupción en el entorno del conde-duque provocaron que éste empezara a desconfiar de Quevedo, y en 1639, bajo oscuras acusaciones, fue encarcelado en el convento de San Marcos, donde permaneció, en una minúscula celda, hasta 1643. Cuando salió en libertad, ya con la salud muy quebrantada, se retiró definitivamente a Torre de Juan Abad.

La obra de Francisco de Quevedo

Como literato, Quevedo cultivó todos los géneros literarios de su época. Se dedicó a la poesía desde muy joven, y escribió sonetos satíricos y burlescos, a la vez que graves poemas en los que expuso su pensamiento, típico del Barroco. Sus mejores poemas muestran la desilusión y la melancolía frente al tiempo y la muerte, puntos centrales de su reflexión poética y bajo la sombra de los cuales pensó el amor.

A la profundidad de las reflexiones y la complejidad conceptual de sus imágenes, se une una expresión directa, a menudo coloquial, que imprime una gran modernidad a la obra. Adoptó una convencida y agresiva postura de rechazo del gongorismo, que le llevó a publicar agrios escritos en que satirizaba a su rival, como la Aguja de navegar cultos con la receta para hacer Soledades en un día(1631). Su obra poética, publicada póstumamente en dos volúmenes, tuvo un gran éxito ya en vida del autor, especialmente sus letrillas y romances, divulgados entre el pueblo por los juglares y que supuso su inclusión, como poeta anónimo, en la Segunda parte del Romancero general (1605).

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En prosa, la producción de Francisco de Quevedo es también variada y extensa, y le reportó importantes éxitos. Escribió desde tratados políticos hasta obras ascéticas y de carácter filosófico y moral, como La cuna y la sepultura (1634), una de sus mejores obras, tratado moral de fuerte influencia estoica, a imitación de Séneca.

Sobresalió con la novela picaresca Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos, obra ingeniosa y de un humor corrosivo, impecable en el aspecto estilístico, escrita durante su juventud y desde entonces publicada clandestinamente hasta su edición definitiva. Más que su originalidad como pensador, destaca su total dominio y virtuosismo en el uso de la lengua castellana, en todos sus registros, campo en el que sería difícil encontrarle un competidor.

¿Qué es el humor? Jonathan Pollock

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¿Qué es el humor?
Jonathan Pollock, (Paidós, 2003, Buenos Aires)
Claudia López Barros

Qué es, o más bien qué era, el humor?

¿Qué es el humor? es una pregunta que definitivamente no hallará una respuesta en el libro de Jonathan Pollock, quien de hecho en uno de los apartados finales, «¿Es posible definir el humor?», asumirá que es un asunto que «queda pendiente» (Pág.110).

Editado por Paidós Diagonales en su primera versión en castellano, del 2003, ¿Qué es el humor? es un libro que rastrea de manera erudita los avatares del significado de la palabra humor a lo largo de la historia, anclando particularmente la atención en el uso que se ha hecho del lexema en la medicina, la filosofía, la literatura inglesa y el psicoanálisis.

A través de sus cuatro capítulos. («La ciencia antigua del Humor», «El paso de los humores al humor en la escena Isabelina», «La elaboración del concepto de Humor a partir del siglo XVII» y «La negrura del humor») el libro deviene en una serie sucesiva de preguntas que ofician de subtítulos «¿Hay una relación entre las palabras humor y humorismo? ¿Por qué ríe tanto el melancólico? ¿El humorismo es un invento del espíritu moderno?, El humorista, ¿es un perro?, ¿Qué quería decir humour en la época Isabelina?, ¿Qué le hace falta al melancólico para llegar a ser un humorista?, ¿Es posible hablar de humorismos nacionales? ¿En qué difiere el humor de lo cómico? ¿Hay lugares o figuras retóricas específicas del humorismo? ¿Cómo se distingue el humor del ingenio?». La serie de preguntas es uno de los mayores atractivos de este texto, dado que algunas de ellas sólo alcanzan respuestas parciales y otras apelan a una cierta asociación libre por textos de la literatura, la filosofía y el psicoanálisis en las que aparece la palabra humor y en ejemplos que se esfuerzan por mostrar la relación del sentido de la palabra con su origen (el de fluido corporal).

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Ramón Gómez de la Serna

(Madrid, 1888-Buenos Aires, 1963) Escritor español. Licenciado en derecho por la Universidad de Oviedo, consagró su vida exclusivamente a la actividad literaria, en la que se mostró como un escritor fecundo y pionero de un tipo de literatura que, dentro de la más pura vanguardia, se erige como una construcción personal de gran originalidad.

Ramón Gómez del la Serna
Ramón Gómez del la Serna

Sus primeras obras muestran una actitud crítica e innovadora frente al panorama literario español, dominado por los noventayochistas, y coinciden con la dirección, asumida desde 1908, de la revista Prometeo, receptora y difusora de los primeros manifiestos vanguardistas en España, de los que fue su primer e incondicional defensor e impulsor. Animador indiscutible de la vida literaria madrileña, en 1914 creó una de las tertulias más frecuentadas y famosas con que ha contado Madrid, la del Café Pombo.

Su particular visión de la literatura, concebida dentro de los presupuestos del arte por el arte, sin ningún intento de reflexión ideológica, dio lugar a un género inventado por él, las greguerías, definidas por el propio autor como «metáfora más humor». Consisten en frases breves, de tipo aforístico, que no pretenden expresar ninguna máxima o verdad, sino que que retratan desde un ángulo insólito realidades cotidianas con ironía y humor, a base de expresiones ingeniosas, alteraciones de frases hechas o juegos conceptuales o fonéticos.

Su vasta producción literaria incluye desde artículos y ensayos, algunos agrupados en libros, hasta dramas de tema erótico y obras más o menos novelísticas, muchas de ellas basadas en una trama truculenta, al modo de los folletines costumbristas, que por las incoherencias en la narración, las imágenes de tipo surrealista o el barroquismo de la expresión se convierten en una forma de absurdo que destruye todo sentimentalismo y las acerca a lo patético y grotesco.

En 1936, a raíz del estallido de la guerra civil española, se exilió en Buenos Aires con su esposa, la escritora Luisa Sofovich, y en 1948 publicó la obra autobiográfica Automoribundia, testimonio de su vida y compendio de su estilo y su personal concepción literaria.

A L K M E N E Literatura y traducción…………….Ensayo

Segundos afuera

VANIDAD DE VANIDADES

por Flavio Lo Presti

La web suele ser aterradora. Si uno la recorre con curiosidad y tiempo libre va a sentir el salto a la yugular de los comentarios racistas, la precisión dolorosa con la que se describen las fotos de perfil del enemigo, el sexismo sin filtro civilizatorio, la celebración de la violencia. El desinformado de turno podría imaginar que ese nivel brutal de la comunicación fue habilitado por el anonimato en la red, el aislamiento y la alienación de la sociedad postindustrial, pero la historia del odio es muy abundante en ejemplos de gente talentosa que ha dedicado cantidades absurdas de energía a insultar. Los inmensos Luis de Góngora y Argote y Francisco de Quevedo, por ejemplo, sueltos en Twitter o comentando noticias (probablemente más Quevedo que Góngora) harían llorar de impotencia al usuario más agresivo.

La guerra entre los dos comenzó como suele suceder entre escritores. Consolidado Góngora (andaluz, clérigo) como poeta cortesano en el momento en que la corte de Felipe IV residía en Valladolid, Quevedo (más joven, madrileño) puso en práctica la estrategia más inmediata de acceso al reconocimiento: disparar a la cabeza del mejor pistolero. Los biógrafos le atribuyen a Quevedo suficientes estigmas físicos como para desarrollar un espíritu resquebrajado de resentimiento, algo que sumado al talento verbal suele cuajar en una capacidad superior para la injuria. El escrutinio de los defectos propios es un entrenamiento inmejorable para la malicia, y Quevedo (un poeta satírico genial) empezó por atacar una composición de Góngora sobre el río Esgüeva, uno de esos torrentes de quejas en los que el barroco español es pródigo (“Qué lleva el señor Esgüeva / Yo os diré lo que lleva”). Quevedo, veinteañero, aprovecha la ocasión para sacar un arsenal verbal de destrucción masiva, transformando las letras gongorinas en letrinas, al ingenio de su rival en estercolado y a sus coplas en un emético infalible: “Son tan sucias de mirar / las coplas que dais por ricas, / que las dan en las boticas / para hacer vomitar” (‘Ya que coplas componéis’).

Quevedo es terriblemente hiriente. Hay un poema que es quizás la pieza más violenta que he leído en mi vida, aunque esa violencia es mitigada por la ironía del juego verbal. Es relativamente conocido, pero de todos modos leámoslo completo:

Este cíclope, no sicilïano,
del microcosmo sí, orbe postrero;
esta antípoda faz, cuyo hemisfero
zona divide en término italiano;

este círculo vivo en todo plano;
este que, siendo solamente cero,
le multiplica y parte por entero
todo buen abaquista veneciano;

el minóculo sí, mas ciego vulto;
el resquicio barbado de melenas;
esta cima del vicio y del insulto;

éste, en quien hoy los pedos son sirenas,
éste es el culo, en Góngora y en culto,
que un bujarrón le conociera apenas.

No había un organismo similar al INADI en el siglo XVII (a menos que consideremos a la inquisición) así que parece perfectamente lícito para Quevedo acusar a Góngora de homosexual.  Esa acusación que parece al mismo tiempo explícita y opaca, vertebra todo el poema y se funde con la crítica de la estética culterana: Quevedo se burla de la abundancia verbal de Góngora (siendo que él mismo, como escribe Borges, “saboreaba toda palabra del idioma español”), de la superpoblación de figuras  mitológicas, pero sobre todo del ano de Góngora.  ¿Cuánta astucia, ingenio, maldad y tiempo libre, como sólo lo tuvieron los hombres anteriores a las comunicaciones electrónicas, hacen falta para comprimir tantas alusiones al ano de un enemigo en un poema? Todo el soneto está dedicado al “orbe postrero” de Góngora: cíclope, por ejemplo, es referencia al ojo único, se repite la partícula «ano» en los gentilicios. Quizás la referencia más ingeniosa sea la que le adjudica a ese cíclope digestivo un origen “no siciliano”, porque “sicili” es ceja en italiano, es decir, un ojo sin ceja, un ano. Ese “minóculo” partido por abaquistas venecianos, esa “cima del vicio y del insulto” se ha vuelto tan enrevesada gracias a los retorcimientos del culteranismo que ha transformado en sirenas a los pedos y sus habitués la encuentran irreconocible.

A ese veneno, un hombre mayor como Góngora no responde con la moderación esperada, sino con un descenso casi gozoso al barro al que Quevedo lo arrastra. En un poema “atribuible”  al andaluz (la obra de Góngora se publicó de forma tardía y circuló, como la de Quevedo, en ediciones piratas o manuscritas), reprocha versos rengos apuntando a la propia cojera de Quevedo (“vuestros pies son de elegía”, la legía es una composición de pies desiguales); se burla de los anteojos del madrileño y de su ignorancia del griego en el mismo terceto (“con cuidado especial vuestros antojos / dicen que quieren traducir del griego / no habiéndolo mirado vuestros ojos”) y termina con una estrofa en la que pide a Quevedo que preste esos mismos anteojos a su “ojo ciego”.

Recientemente, un ciudadano porteño demandó que se cambiara el apellido de un cajero de supermercados colombiano que tuvo la desgracia de ofenderlo con el nombre de sus ancestros: Matajudíos. Asunto complejo con el que Quevedo no parecía tener problemas, ya que su siguiente amenaza a Góngora es untarle la obra en grasa de cerdo para bloquearle los mordiscos, haciéndose eco de la sospecha del origen semítico del andaluz, una acusación peligrosa en la época. De hecho, todo el famoso poema zigzaguea entre la homofobia y el antisemitismo con una alegría que hoy parecería sociopática: “Yo te untaré mis obras con tocino / para que no me las muerdas, gongorilla / perro de los ingenios de Castilla / Docto en pullas cual mozo de caminos / Apenas hombre, sacerdote indino / que aprendiste sin Christus la cartilla…”. El poema termina volviendo a un tema predilecto de Quevedo: la nariz de Góngora, pintada incluso por Velázquez: “¿Por qué censuras tú la lengua griega / siendo sólo rabí de la judía / cosa que tu nariz aun no lo niega?” (recordemos que entre los muchos sonetos satíricos de Quevedo está el célebre ‘Érase un hombre a una nariz pegado’, dedicado probablemente a Góngora).

De todos modos, el venenoso Quevedo no se queda contento con atacar la sexualidad y el origen de su rival y termina metiéndose con su salud y burlándose de la ludopatía: “No altar, garito sí; poco cristiano, / mucho tahúr, no clérigo, sí arpía”. La respuesta del andaluz es un poema tan abstruso que lo único que es comprensible hoy es su final: “a San Trago camina, donde llega: que tanto anda el cojo como el sano”. La conclusión es que dos gigantes de la poesía castellana dispusieron todas sus armas retóricas para gritarse a través de los siglos, “puto”, “rengo” y “judío”.

Es inevitable preguntarse de dónde surge el odio que se tuvieron, sobre todo si consideramos el final de la historia. Arruinado Góngora económicamente, Quevedo procedió a comprar su casa en Madrid y terminó echándolo cuando el otro tenía la salud deteriorada. En pleno trance de muerte, Góngora acusa tristemente a Quevedo de ladrón y poco amante de la poesía, (“Musa que sopla y no inspira / y sabe que es lo traidor / poner los dedos mejor / en mi bolsa que en su lira, / no es de Apolo, que es mentira”) mientras que el madrileño compone de nuevo un monumento al odio:

Este que, en negra tumba, rodeado
de luces, yace muerto y condenado,
vendió el alma y el cuerpo por dinero,
y aun muerto es garitero;
y allí donde le veis, está sin muelas,
pidiendo que le saquen de las velas.

Ordenado de quínolas estaba,
pues desde prima a nona las rezaba;
sacerdote de Venus y de Baco,
caca en los versos y en garito Caco.

Como todo en la Historia Universal, esta pelea puede seguirse a través de la web, pero algunos de sus detalles se escapan a ese Aleph inconmensurable. Según repiten muchas fuentes imprecisas, una frase a lo Osho de Borges señala que hay que tener cuidado con la elección de nuestros enemigos, porque terminamos pareciéndonos a ellos. Uno puede rastrear la idea en varios pasajes de la obra de Jorge Luis Borges (en “Los Teólogos” sin ir más lejos) y puede corroborarla en la historia de estas estatuas del barroco español. Siendo cada uno el símbolo de temperamentos muy diferentes, y habiendo sostenido proyectos poéticos que parecían chocar violentamente en su tiempo, esas diferencias se han limado para nosotros y los dos han terminado siendo, como los Juan de Panonia y Aureliano del cuento célebre, dos caras de la misma moneda. En mi colección Historia de la literatura publicada por RBA editores, Góngora y Quevedo ocupan ese lugar inmediato que se destina a los contemporáneos, noveno y décimo, respectivamente. Y cuando salgo a caminar por Alta Córdoba, el barrio en el que nací y en el que vivo, no puedo evitar sonreír cuando veo venir la seguidilla de calles hacia el Norte: Cervantes, Castelar, Fray Luis Torres, Calderón de la Barca… Sé que en un momento voy a toparme con Quevedo y que, tres cuadras más allá, Góngora le pone un límite al barrio, custodiando las puertas de la decencia. Uno puede elegir sus enemigos con cuidado y terminar pareciéndose a ellos gloriosamente. Lo que no puede es adivinar que su nombre terminará entrelazado al del Otro en las inmediaciones de la cancha de un equipo de segunda división, en una ciudad ruinosa levantada en el centro de un país periférico. Cuando escucho los gritos de la hinchada de Instituto pienso, casi siempre, que no hay prueba mayor de la vanidad de toda empresa humana, incluso la de la poesía más refinada escrita en un idioma hermoso.

Flavio Lo Presti

(Córdoba, Argentina, 1977) es profesor en Letras Modernas, docente de enseñanza media y periodista cultural. Desde hace tres años, además de escribir reseñas y entrevistas, mantiene en La voz del interior de Córdoba una columna mensual que se titula «Yo escribo mucho peor»: una especie de híbrido entre columna de opinión y relato, que dio origen a su primer libro, Recuerdos de Córdoba, editado en 2013 por China Editora.