D. Miguel está en los huesos

Leo, con ceñida atención, la entrevista de Mario García, aparecida en “El Correo” el pasado 3.2.15, que realiza a D. Francisco Etxeberria, médico forense y uno de los responsables máximos (lo supongo porque en la entrevista no aparece el cargo del entrevistado) de las excavaciones que se están realizando en el convento de las Trinitarias Descalzas de Madrid, en busca de los restos mortales de D. Miguel de Cervantes.

Y la leo con atención porque, en principio, digo en principio, que todo es discutible, me declaro abierta y totalmente contrario a este tipo de “investigación científica”.

Llevamos muchos meses, que posiblemente darán lugar a años, excavando y escarbando los arenales del subsuelo madrileño tratando de encontrar restos de uno de los mayores trafulleros de la historia. Trafullero en el mejor sentido de la palabra, claro.

Yo no sé lo que ha costado, lo que está costando y lo que costará esta aventura, pero –no digamos ya en época de crisis que se ha cebado particularmente contra la cultura- ¿de verdad que no hay mejor manera de invertir el dinero en memoria de una de nuestras mayores glorias que escarbar y seguir escarbando? Si a mí me dieran a escoger, yo diría que a D. Miguel una lápida, y a su memoria un imperio. Lo importante de Cervantes es su genialidad, no su tibia más o menos incorrupta. ¿Qué interés tiene que demos con sus “auténticos” huesos desmigados?

A través de la entrevista me entero que ya hay una polémica, que menciona el doctor Etxeberria, sobre si, una vez encontrados, los restos deben permanecer “in situ”, como decidió el propio Cervantes, o si deben ser trasladados a un lugar de honor. Con este libre directo a las meninges del lector incauto, es como para echarse a temblar.

¿Dónde se lo quieren llevar? ¿Al Valle de los Caídos y comenzar así la desacralización del lugar? Más de uno lo habrá pensado. Pero como era D. Miguel muy madrileño, a pesar de que no dijo una sola palabra sobre la corte en su Quijote, sería una temeridad sacarlo del Madrid histórico. Bueno, pues ¿y si nos lo llevamos al Patio de Armas del Palacio Real? No, por Dios, diría alguno, que deslucirían las paradas militares. Pues al pie de las torres de Plaza Castilla, en homenaje al “sky line” madrileño para aunar tradición y modernidad. Por favor, diría otro, que eso queda fuera de lo estrictamente castizo. Está bien, no se hable más, diría el siguiente, en mitad del estanque de El Retiro con un mausoleo a la altura de la grandeza de D. Miguel… Seguro que hay opiniones para todos los gustos, e, incluso, alguna acertada. Aunque la más sensata parece la que propone el doctor Etxeberria: Dejarle donde está. Si es que está.

Vamos a ver, ¿y si D. Miguel, que era un moderno (es mi versión personal de trafullero) y se adelantó varios siglos a todo y a todos, vendió su cuerpo a los galenos de la época para dejar algo más de parné a sus allegados y para permitirles explorar en los meandros de su “celebro” en busca de los secretos de su proverbial ingenio? “Coged mi carne momia y haced con ella vuestros experimentos, que, con una mortaja y el ataúd, la iglesia tiene bastante”. (Léase esto como un pensamiento apócrifo de Cervantes en su lecho de muerte).

El proyecto que nos ocupa sólo tiene sentido si se dan dos premisas. En realidad, una sola. El proyecto tiene sentido si se encuentran los restos mortales del genio. Que una partida de defunción diga que D. Miguel fue enterrado allí, no es garantía de que se le pueda encontrar y desenterrar.

Si imaginamos el escenario peor, que acabado el 2016 no se haya dado con la calavera del Príncipe de los Ingenios, ¿quién osaría poner un duro más para continuar la investigación?

En un momento de la entrevista, Mario García lanza la siguiente pregunta: “¿Por qué tanto empeño en localizar a Cervantes?” La respuesta del doctor Etxeberria es antológica y tautológica: “¿Los ingleses dirían lo mismo si se tratara de encontrar los restos de Shakespeare? No se plantearían esta cuestión”. Como la respuesta viene a decir que nosotros tenemos que hacer lo que harían los ingleses, me ahorro los comentarios.

¿De verdad la sociedad española necesita perentoriamente encontrar los restos “auténticos” de D. Miguel? ¿No valdría con una estela votiva, con una lápida –qué hermosas aquellas del “Siste viator”-, con una reproducción de la partida de defunción y con un panel explicativo en todas las lenguas posibles? ¿No valdría con que la sociedad española decidiese hacer de las Trinitarias un lugar simbólico, un centro de homenaje a la figura universal que llevase a los turistas japoneses a fotografiar lápida, partida y explicación histórica a la sombría sombra del convento?

Pues no. Parece que no vale. Necesitamos lo auténtico. Nosotros que vivimos en un mundo reproducido en todos sus aspectos. Necesitamos la noble calavera de D. Miguel, para besarla, desamordazarla, desenterrarla y traerla a la urna fotografiable que tendrá a su vera la mágica explicación de cómo la tecnología moderna ha sido capaz de desentrañar uno de nuestros mejor guardados secretos.

Y aquí es, como decía al principio, donde a lo mejor no tengo más remedio que dar mi brazo a torcer y admitir que los fabuladores de este proyecto tienen razón, o, por lo menos, algo de razón.

Porque, como muy bien explica el doctor Etxeberria, lo que causará asombro no será la pobre peladura de D. Miguel, cosa evidente, por otra parte, sino el método empleado para llegar a ella. Una quijotesca combinación de ciencia, tecnología y voluntad política que está causando ya admiración en el mundo entero. Con la única y exclusiva condición de dar con los huesos “auténticos”, claro.

No queda sino desear “buona fortuna” al ilustre equipo de picapedreros implicados en el empeño, que su labor sea coronada por el éxito, que sirva de ejemplo a acciones similares allá donde hagan falta, que contribuyan a fomentar el prestigio científico de nuestros investigadores, y dejaremos una meditación sobre el posible destino de los huesos para otro día.

Aunque no me resisto a seguir considerando que, al contrario del enunciado, D. Miguel no está en sus huesos, sino en el enorme prestigio de la genialidad de su obra.

Arturo Lorenzo