La primera vez fue complicado. Estaba sentada en medio de la fila, al lado de un señor que se conocía cada nota y que si respiraba un poco más de la cuenta me mandaba a callar. Yo, con mis once años, estaba aterrorizada pensando que tenía que estar cuatro horas ahí sentada. Recuerdo que me quedé mirando a la chica que nos acompañó hasta el asiento, llevaba una túnica negra con un medallón enorme y sonreía amablemente a todo el que se le acercara. Pensé que me hubiera gustado hacer su mismo trabajo de mayor para poder estar todos los días en ese lugar maravilloso, lleno de historia y con una acústica que el mundo nos envidia.
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