El microrrelato de los viernes: Dos relatos breves de Adriana Langtry

ADRIANA LANGTRY (Buenos Aires, 1956)

El último anhelo

Antes de su extinción los dinosaurios deben de haber vivido una larga agonía. Habrán seguido respirando casi por inerciaen una atmósfera enrarecida que los volvía, de golpe, vulnerables. El obstinado instinto de supervivencia los debe de haber empujado a vagar por un mundo despojado de cielo, arrastrando sus mastodónticas moles, sus frialdades de reptiles en busca de pequeños indicios: el olor picante de un arbusto, el roce apresurado de una presa, el aleteo de un cuerpo, su graznido, el sabor, la frescura de un río, algo que los recondujese a todo aquello perdido. Tratando de adaptarse a la repentina ceguera habrán reconocido, sin saberlo, el dolor hueco del miedo que retuerce hasta la médula más fuerte y recordado el placer que brota en el corazón palpitante cuando un ser se siente guarecido. Antes de su extinción los dinosaurios, esos seres enormes, los más poderosos de la Tierra, deben de haber tenido, irracionalmente, un último anhelo: la ilusión de sobrevivir al meteorito. 

Los Reyes Magos

La primera estrella que vieron tenía una melena rubia y ondulada. Cantaba mientras conducía un auto descapotado, el viento le despeinaba los cabellos que se meneaban como la cola de una cometa.  El neón de la televisión con sus promesas de salvación y riqueza chispeaba una vez y otra vez en las mentes sagaces de aquellos tres jóvenes. Melchor, Gaspar y Baltasar, los más fuertes y valerosos de la aldea. Decidieron marchar hacia Occidente siguiendo aquella reverberación que se propagaba por el horizonte como una epifanía. Así, los tres superaron campos resecos, bosques petrificados, pueblos despellejados por bombas y machetes. A lo largo del viaje sufrieron crueldades y saqueos, se revolcaron en el lodo olvidando sus nombres, perdieron los amuletos protectores: un puñado de mirra, de oro, de incienso. 

La segunda estrella los encontró a la deriva sobre una balsa de cañas con la que intentaban cruzar un muro de agua. Era el guiño de un faro que en la oscuridad más honda se convirtió de pronto en el ojo fijo e imperioso del barco de la guardia costera. Desde hace meses Melchor, Gaspar y Baltasar vagan por la ciudad esplendente, atropellados por hordas de gente cabizbaja. Se anidan en la oscuridad de los suburbios para intentar, como una vez hacían sus mayores, escrutar el firmamento. Pero el cielo, él también tan atosigado de luces, ya no logra delinear coordinadas exactas y los tres muchachos, los más sagaces de la aldea, vuelven a confundir la tercera estrella con los satélites de Elon Musk.