
IRIS MENEGOZ (MILÁN)
El Viaje de Nico
A las cinco de la tarde la Arena estaba abarrotada. María Dolores Consolación Sin Duelo estaba sentada en su lugar habitual. Los ojos del público miraban hacia ella. María Dolores era una mujer de edad mediana, melena negra, un poco gordita y siempre vistosamente vestida. Lo que más atrapaba a la gente eran sus abanicos. María Dolores tenía una extensa colección de ellos que exhibía con mucho placer. Eran abanicos preciosos como el que llevaba aquella tarde: de seda con rosas rojas y amarillas, bordado y rematado en un fino encaje negro. Hacía un calor del infierno y María Dolores se abanicaba vigorosamente. De repente, una ráfaga de viento fuerte e inesperada arrancó el abanico de su mano.
El abanico voló alto en el cielo empujado por aquella ráfaga feroz. Todos los ojos de la Arena miraban hacia arriba. Parece una mariposa o un pájaro exótico, se oyó decir en la Arena. El abanico (Nico para los amigos) volaba tan rápido que en pocos minutos sobrevoló Madrid. Nico era un apasionado de la geografía; siempre le había gustado viajar, pero no a aquella increíble velocidad. Pasó de los Pirineos a Inglaterra. A medida que transcurría el viaje, Nico sentía que su seda se estaba deteriorando. Después de Inglaterra, llegaron la geografía sorprendente de Finlandia y las ciudades de Suecia.
De repente, el viento se calmó. Nico, ya reducido a casi un esqueleto, rodó hasta posarse sobre una rara alfombra blanca y helada que nunca había conocido. Poco a poco, se fue hundiendo en ella hasta que de Nico sólo se quedó una pequeña rosa roja en la nieve.
Piazza Garibaldi
Un joven obrero, arreglando la acera cerca de la Plaza Garibaldi, divisó bajo un viejo plátano, último sobreviviente de un antiguo bosque, una rara silueta. Se acercó. Era una joven linda, rubia, con un largo vestido ligero que dormía en paz. El joven obrero le sacudió dulcemente el hombro. La chica abrió los ojos y sonriendo dijo:
—¡Por fin llegaste mi príncipe!
—¿Príncipe? —replicó el joven sorprendido—. Soy Marco, obrero de la Municipalidad de Milán. Aquí no hay príncipes, ni reyes, ni reinas. Hemos borrado hace años a aquella raza de parásitos. Ahora somos una República.
—¿Corno te llamas, nena?
—¡Bella…Bella Durmiente!
—¿Bella Durmiente? —dijo Marco intentando contener las risas—. Perdona, me pareces más Bella Despierta.
—¿Dónde están el bosque, los caballos; qué fue de los carruajes? —preguntó Bella al borde del llanto.
—Puede ser que aquí hubiera un bosque hace siglos —replicó Marco—; ahora tenemos coches, motocicletas, autobuses, aviones… el único caballo que tenemos lo puedes ver bajo el culo de Garibaldi en su estatua en mitad de la plaza.
—¿Quién es Garibaldi? —dijo Bella cada vez más desorientada.
—Comprendo que vosotros los inmigrantes no conocéis nuestra historia; yo también soy descendiente de inmigrantes. Mi familia llegó aquí del sur años atrás. Vente conmigo a mi casa. Mis padres estarán felices de conocer tu historia — dijo Marco mientras ponía su chaquetón amarillo sobre las espaldas de Bella, y cogiéndola de la mano se dirigieron hacia un incierto destino.
