El microrrelato de los viernes: Dos relatos breves de Inma Pérez Rocha

INMA PÉREZ ROCHA (Bruselas)

MENSAJE CIFRADO

Harto de los golpes, los insultos, las miradas de desdén, del desprecio que le proferían, el reloj despertador planificó su venganza. A las tres en punto de la madrugada, un rosario entrecortado de tic tacs resonó por toda la casa. La pareja de recién casados se despertó con gran sobresalto. Tic-tac-tac-tic-tic-tac-tac-tac. Escuchaban inmóviles muy agarrados de las manos. Lo primero que pensaron fue que el despertador se había vuelto loco, y cuando ya fue demasiado tarde, comprendieron el alcance de aquella maldición cifrada en código morse. 

LA PECERA

Tras un tiempo en el paro, Santiago tuvo que mudarse con su esposa a casa de la suegra, una vieja rica y de mal carácter que vivía sola, sin otra compañía que la de un gato negro y unos peces tropicales adquiridos por su difunto marido. La mujer de Santiago cuidaba de su madre a cambio de un techo. Y no solo la cuidaba, limpiaba la casa, cocinaba, lavaba, planchaba la ropa y aguantaba con resignación los comentarios de su madre: 

⸺Tu marido es un vago. En este país no trabaja quien no quiere. 

La vieja despreciaba siempre a su yerno delante de todo el mundo. A pesar de su desconfianza, como era bastante corta de vista, había dejado el cuidado de la pecera a cargo de Santiago. Cuánto detestaba limpiar el acuario. Había que usar raspador y cepillo, desinfectar el agua con cloro, mantener la temperatura a veinticuatro grados Celsius y, lo peor de todo, a menudo se le morían los peces. Santiago tenía que gastar cada semana algo de dinero para reponerlos sin que la vieja se enterara. Para no dejar rastro de su fracaso, alimentaba al gato con los peces muertos. 

Un día resolvió comprar unos peces de colores mecánicos que anunciaban por catálogo. La vieja nunca notó la diferencia y se deleitaba viéndolos nadar entre algas y anémonas marinas. Una mañana el gato, acostumbrado a su ración semanal de pescado, se subió a la cómoda y de un salto se abalanzó contra la pecera tirándola al suelo. Santiago entró en el salón y vio al gato tieso sobre la alfombra. Una vibración rítmica y mecánica emanaba de su garganta muerta. Detrás del sofá, sobre el suelo húmedo del salón, yacía el cuerpo inerte de su suegra. Alrededor de los cadáveres, peces de colores, indiferentes, se deslizaban por el parqué de madera haciendo crujir sus pequeñas aletas. Santiago se agachó, abrió la boca del gato y sacó el pez atorado en la garganta. Con sumo cuidado, lo depositó en el suelo con el resto de los peces y lo vio agitar sus aletas con el resto. Sonrió de alivio. Su suerte seguía intacta: ninguno de sus peces se había muerto.