El microrrelato de los viernes: Un relato breve de Adriana Langtry

ADRIANA LANGTRY (Buenos Aires, 1956)

Conservación de la energía

Nada se crea, nada se destruye, todo se transforma.

Antonine de Lavoisier

Cuando mi hermano se enfermó empezó a jugar con la plastilina. Sentado en la mesa de la cocina rompía el celofán que envolvía las barras de colores y creaba mundos. En los meses había amasado una pelota húmeda grande como una bola de pan. Plasmaba todo tipo de formas: bolitas, ruedas, arcos, cañones, pirámides, las que mejor le salían eran las figuras humanas y los animales. Algunos de ellos tenían el lomo recubierto de escamas doradas no más grandes de sus pequeñas uñas siempre sucias. Otros tenían picos de color violeta y alas anaranjadas; otros, fauces azules veteadas de un negro feroz. Sentado en la silla de ruedas, mi hermano hundía los dedos en la pasta esparcida sobre el mármol. De sus yemas nacían ojos, grutas, cuencas, cavidades. De un solo pellizco: copitos, narices, pechos, cimas puntiagudas. Con la palma de la mano alisaba la materia oleosa creando rostros, paredes, superficies y amasaba largos gusanos que después cortaba y convertía en piernas y brazos, patas. O en argollas, uniendo los extremos de las tiritas, en anillos para adornar mis dedos o las siluetas con coronas, melenas o aros de serpiente. Mi hermano se pasaba las tardes creando mundos poblados de personajes y a medida que pasaban las horas las barras de plastilina perdían sus contornos y se volvían simples trozos de materia agujereada, coágulos fosforescentes, deshechos. Los protagonistas que creaba mi hermano nacían y morían bajo sus dedos.  Si no estaba demasiado cansado construía mundos increíbles que por las noche destruía siempre y los volvía a reconstruir el día siguiente. Mi hermano usaba solo la plastilina, el mismo material que parecía eterno, siempre compacto, húmedo, lleno de posibilidades. Los protagonistas de los mundos de mi hermano tenían, como en la vida real, nombres y voces que él les daba cambiando gestos y tonalidades, como los ventrílocuos. Sus criatura gruñían, aullaban, corrían por la mesa recitando estrofas aprendidas en los libros de escuela o cantaban los temas de moda, lo mejor del rock nacional que pasaba la radio. Mi hermano modelaba jugadores de football que hacían siempre gol y partidos interminables que él transmitía como los periodistas en la tele, o cantantes que subían a un escenario y eran ovacionados por multitudes. Pero también soldados con pistolas y sables y monstruos que se descuartizaban sobre el mármol y que mi hermano terminaba aplastando en un enorme grumo de materia inerte del que, apenas recuperadas las fuerzas, habrían surgido nuevos seres fantásticos. Pero un día a mi hermano le falló la energía y quedó para siempre atrapado en la esfera veteada de plastilina donde a veces me parece que espere junto a sus criaturas, que algo o alguien vuelva a plasmarlo para comenzar el juego otra vez.