
EL TÍO EUSEBIO
Al salir de la escuela caminaba rumbo a la papelería de mi Tío Eusebio, en la Calle de Aztecas 21. La papelería se llamaba Atlas. Tenía en los cuadernos la imagen de un hombre fuerte sosteniendo a la tierra. Siempre leyendo, mi tío me dejaba sacar los libros del aparador sin levantar la vista. Toda la colección de editorial Bruguera y de la Enciclopedia Juvenil me las prestaba y yo salía a leer fuera de la papelería sentado en un escalón. Cuando no había cliente. Tomábamos el sol y me contaba de sus andanzas en la masonería y cuando entró de aprendiz a una encuadernadora. No había tema en sus indicaciones. no importaba que fuera un niño, me daba a leer desde la biblia, el Corán o parasicología.
Me hice bueno para las cuentas sólo de ver como apilaba cuadernos y lápices y sumaba y sumaba. Nunca se equivocó, ni dinero de más ni de menos. Otra habilidad que todavía conservo es la envolver en papel periódico libretas y cuadernos quedando un paquete sólido y apretado.
Hoy cuando estoy triste, me acuerdo de mi tío Eusebio, que me decía con esa paz de pecho que tenía: “si hay algo lejano es la niñez, por eso hay que regresar a pie”.
Todavía no lo entiendo, pero me pongo a caminar desde ahora, por si acaso.
EL SOMBRERO
Lo vimos en la puerta de la entrada a la bodega. Sombrero de paja, rencor en los ojos y esa solvencia para intimidarnos. Fumaba sus clásicos sin filtro. No podemos negarlo su hechizo nos perdura hasta hoy. El olor a polvo y a sudor de días se mezclaba con el humo del cigarro. Su figura malograda nos encadenó. Una cicatriz le atraviesa el rostro. Muestra sus dientes amarillos. Sólo nos cató. Nunca dijo palabra.
Lo encontramos en la barranca junto al huisache. Hasta muerto daba susto. Robamos su sombrero. Quitamos la sangre y cada semana nos lo turnamos. Comenzamos a fumar, pero nos falta rencor.
SERGIO ASTORGA
Nací en la Ciudad de México. Actualmente radico en Porto, Portugal. He sido artista independiente.
Estudié Licenciatura en Comunicación Gráfica en la Escuela Nacional de Artes Plásticas (Antigua Academia de San Carlos). Impartí el taller de Dibujo durante doce años en la UNAM. Y estudie en Letras Hispánicas Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM (no la terminé). Publicado en revistas tanto textos como dibujos.
“Temporal” Poemas Ed. Palibro
"Perplejidades"
Quarks Ediciones Digitales https://quarksedicionesdigitales.wordpress.com
Arremedario Microtextos
https://drive.google.com/file/d/1ySsb3rVcFQsdLTUtSqkj3lYeKL70jAQK/view?pli=1&fbclid=IwY2xjawKS_H9leHRuA2FlbQIxMABicmlkETBmS01Db0RIMnB3aTVBVWpCAR6CRgJJYdf3jW6xfdOZ4_mAUBzCligoM8ud62rbABLEPMlrYFB3prsxJa59Jg_aem_D9sJXWaLFOhR74mgiAbOvw
Blogs
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El bombillo del carnicero
Cuando le tocó el turno a Marco, ya habían pasado tres de los cinco que jugaban. El sonido
del tambor al girar —esa era la única regla del juego: que cada uno lo hiciera girar antes de
ponérselo en la cabeza—, le recordaba el del rache de su bicicleta cuando le daba a los pedales
hacia atrás. A Marco siempre le había gustado correr riesgos: pequeños, grandes o extremos,
pero siempre en riesgo. Le pasaron el arma —ni pesada ni liviana, en ese momento eso no se
percibe— y le dio con fuerza al tambor. La levantó y se la colocó sobre la sien derecha. Al
alzar la cabeza vio el bombillo que mal iluminaba la habitación con su luz amarillenta, y
recordó cuando le robaba el bombillo de la casa al carnicero. Fue así como comenzó este
vicio por el riesgo y el peligro. “¡A que no le robas el bombillo al carnicero!” le dijeron sus
amigos. “A qué sí” les respondió Marco. En la noche, muy tarde, se reunieron frente a la casa
del carnicero. Marco salió de entre las sombras y, sigilosamente, se dirigió hacia el porchecito
de la vivienda. Unos perros ladraron desde el interior. Marco se detuvo y esperó. Los perros
se callaron. Con mucho cuidado y lentamente Marco abrió la pequeña reja de hierro, pero de
todas maneras chirrió en sus goznes. Los perros volvieron a ladrar. Esta vez más fuerte y
durante más tiempo. El semáforo de silencio le dio luz verde a Marco de nuevo. Se detuvo
frente a la puerta de madera y miró hacia abajo: decía la alfombra iluminada
por la luz que salía a través de la rendija inferior de la puerta. Y pudo escuchar las voces del
carnicero y su mujer que se mezclaban con las de la televisión. Respiró profundo y se
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santiguó. Luego se ensalivó los dedos y aflojó el bombillo. Al apagarse, los perros volvieron
a ladrar. Incluso, algunos aullaron. Se detuvo y permaneció así, congelado e inmóvil, como
una estatua viviente, un largo rato. Lo terminó de sacar y echó el candente bulbo en la especie
de hamaca que se formó a la altura de su abdomen al levantarse el borde inferior de la franela.
Retrocedió y salió de espaldas, con la luz del bombillo en la sonrisa y el trofeo, ya frío, entre
sus manos.
Al siguiente día Marco tuvo que ir a la carnicería a comprarle unas costillas a su madre. El
carnicero estaba furioso. Todo ensangrentado vociferaba y maldecía mientras descuartizaba
una res que colgaba del techo. “Si lo llego a atrapar lo despellejo” y hundía el afilado cuchillo
que rasgaba la insensible carne. “¡Lo voy a cazar! ¡Sí, lo voy a cazar! ¡Ese vuelve! Pero yo
lo voy a estar esperando” Entonces la situación se convirtió en un reto para Marco: el juego
del gato y el ratón. Marco esperó un tiempo prudencial, quince o veinte días, y volvió a
robarle el bombillo al carnicero. Al otro día se acercó a la carnicería para ver su reacción. Y
lo escuchó rabiar: “¡Maldito ladrón! ¡Me volvió a robar el bombillo!” le decía a un cliente
mientras le cercenaba la cabeza a un cerdo de un hachazo. Así estuvieron hasta que Marco
se cansó de robarle el bombillo al carnicero. Y un día, en la noche, se los dejó todos en una
caja de cartón junto a la puerta.
Los cuatro jugadores, alrededor de la mesa, veían a Marco expectantes. Con el cañón
descansando sobre su sien, Marco veía el bombillo —y pensó en la lotería de Babilonia,
donde el ganador pierde—, y de repente se apagó.
Auroe: pedro Querales
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