
CARMEN CANO SOLDEVILA (Godelleta, Valencia, 19.11.1956)
Cuando Penélope vio en sueños a las sirenas, comprendió por qué a Ulises le gustaba hacer el amor atado.
Le dolía la pierna fantasma cada vez que leía novela gótica.
El suicida compulsivo olvidaba siempre la nota de despedida. Acabó por escribir una biografía.
Plantamos un árbol en el jardín, escribimos un libro y tuvimos un hijo. Y ahora el niño ni baja del árbol ni quiere leer.

Reinventarse
A Luis Cedeño
quien enfrenta las adversidades; económicas, de salud, sociales…
con gran entereza (yo me rindo y me vezo enseguida)
y a quien, si la patria necesitara un carácter fuerte, para no sucumbir,
no dudaría en recomendar.
Anoche me quedé dormido pensando “Muchas cosas han cambiado en el país. ¡Todo ha cambiado!” Y después de un sueño intermitente y accidentado me despertó un extraño pregón: “¡Presto libros! ¡Cambio libros! ¡Vendo libros! ¡Compro libros!” Me quedé un rato más en la cama para ver si volvía a escucharlo. Pues parecía que eran retazos del mal sueño de anoche. Me estiré y bostecé largamente. Con la vista revisé la habitación y vi el rayito de sol de siempre filtrándose por las rendijas de la ventana. Entonces “¡Presto libros! ¡Cambio libros! ¡Vendo libros! ¡Compro libros!” ¡Era verdad! No me lo había imaginado. Me levanté y encendí un cigarrillo. “¡Presto libros! ¡Cambio libros…!” La dicción era perfecta. Y me hizo recordar a un vendedor de caramelos y chucherías que, cada vez que yo iba a visitar a mi nieta, él se subía a la camionerica pata promocionar su mercancía. Yo lo veía y él me veía y se reía. A mi me parecía que alguien, algún enemigo mío que conocía de mi defectuosa dicción, lo había mandado para que se burlara de mí. Pronunciaba con una corrección digna de otra ocupación u oficio; locutor, promotor, animador, las ese y las des al final de las palabras. Salí y me asomé.
–¡Hey! —llamé al hombre, que ya iba como dos o tres casas más adelante.
Yo esperaba encontrarme con un hombre todo sucio, barbudo, con el pelo largo y un cochambroso saco al hombro. Pero no. Este era un hombre muy limpio, pulcramente vestido, de blanca barba muy bien cuidada y cortada, de grandes y lacrimosos ojos tristes detrás de unos lentes muy gruesos. Sí llevaba un saco al hombro, pero muy limpio y oloroso. El hombre se detuvo y, poco a poco, regresó. Cuando estuvo frente a mi dejó caer suavemente el saco a mis pies.
–¡Dígame, caballero!
–¿Es eso verdad? ¿Tú prestas libros?
–¡Sí! —y vació cuidadosamente el contenido del saco cerca de mis pies. Apareciendo los mejores títulos de la literatura universal. Algunos casi nuevos, otros no tanto, otros más usados— Dígame, ¿Cuál le gusta?
–¿Y cómo haces si alguien te pide prestado uno? ¿Cuándo regresas a buscarlo? ¿Cuánto le cobras?
–Eso es lo de menos. Yo lo anoto aquí —Y sacando una libreta de resortes, donde tenía apuntadas las direcciones de los que le habían pedido algún libro prestado, me la mostró—. Y vuelvo cuando el lector me lo indica: al siguiente día; cosa muy difícil y rara, a la semana, a los quince días… al mes. El lector decide. Y con respecto al precio, eso depende de muchas cosas.
–¿Cómo cuáles? —le pregunté.
–Del tiempo que se va a quedar con el libro: mientras más tiempo más caro, mientras menos tiempo más barato, también depende si el libro es nuevo o viejo o está en mal estado, si el autor es conocido o no… son varias las variables.
–Ya veo. ¿Y cómo se te ocurrió eso?
–Bueno, maestro, los tiempos. Los tiempos que estamos viviendo hacen que uno se reinvente constantemente. Por ejemplo, ¿usted ve a aquel amolador que está allá?
–¡Sí, lo veo!
–Bueno, el no es un simple amolador. Él le pone un plus, un extra a su labor.
–¿Y cuál es ese extra?
–Bueno, que mientras él le está amolando los cuchillos a los clientes, les está contando historias. Pero él tiene cuidado de que la amolada termine primero que la historia. Así el cliente queda con las ganas de saber el final. Y cuando él vuelve, lo vuelven a contratar sólo para conocer el final de la historia.
–Ummm.
–¿Y usted ve aquella inmensa cola que está allá?
–Sí, sí la veo.
–Bueno, esa es la cola del interpretador de nubes. El lee el futuro de las personas con sólo saber qué figura ven en las nubes. Les pregunta, por ejemplo: ¿qué figura ves tú en aquella nube? Y de acuerdo a lo que vean él les predice el futuro y les recomienda qué hacer.
–¡Ummm…
–Entonces ¿va a alquilar un libro o va a comprar uno?
–¿Tienes allí Entre puertos’
–Sí, sí… por aquí está.
–¿Lo va a alquilar o lo va a comprar?
–Préstamelo hasta el sábado. ¿Se puede?
–Sí, sí, claro.
–¿Cuánto es?
–Son 20 dólares —y sacó la libreta y anotó la dirección, mi nombre y el día en que tenía que volver. Y siguió pregonando:
–¡Presto libros! ¿Cambio libros! ¡Vendo libros! ¡Compro libros!
Autor: pedro Querales
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