El español es el idioma del amor, escribió hace 40 años Bob Dylan en una de sus joyas conocidas casi exclusivamente por sus más fieles aficionados.
Bueno, creo que tiene razón. Mucha razón. Pero, sin faltarle al respeto al Maestro, yo iría más lejos afirmando que toda España es amor, y no sólo la lengua.
¿Estoy exagerando? Según mi compañera Cristina y yo, absolutamente no.
Desde 2001 vamos a España por lo menos una vez al año. No conocíamos aún Galicia y Extremadura. Así que este verano, las vacaciones de agosto estaban decididas de antemano: vamos a completar la colección con una larga excursión de tres semanas. Galicia, Extremadura y lo que nos dé tiempo del resto conocido.
¿La Vella o la Virgen?
Una vez preparado nuestro Ford Fiesta de batalla, salimos. Mi primera gran idea: “Cristina, pasemos por Andorra. Vale, non es España pero es mejor que cruzar la frontera francesa. Habrá muchísima gente y muchísimos coches, no aguanto el atasco infernal de los franceses e italianos los primeros dias de agosto. Desde Perpiñán hasta Andorra la Vella hay solamente unos 160 kilometros. ¡Llegaremos en un santiamén!».
La previsión era correcta. Lo que no había previsto era el obsequio que el Comandante Máximo que hizo el mundo nos preparaba: cinco horas de curvas, curvas y más curvas. Subiendo, subiendo y subiendo. Metiendo la primera y la segunda, la segunda y la primera, con el coche que empieza a dar señales inquietantes, y La Vella que no acaba de aparecer (la Virgen sí, varias veces). Parece que nos hubiéramos salido del mapa. Miguel Induráin habría llegado antes.
Al final, una sensación de extrañamiento mental (y no sólo) que unos vasos de tinto o una sustancia psicoestimulate no pueden igualar. ¿Y la Vella? Otra vez será. Lo único que recuerdo es la montaña y el calor.
¡Oh Galicia!
Una etapa más (Torrelavega) y llegamos a Galicia. Ribadeo, Mondoñedo, Foz, Viveiro, Lugo, Betanzos, Pontevedra, Malpica, la Costa da Morte y el Cabo Finisterre, Ourense, y sobre todo A Coruña y Santiago de Compostela.
No nos imaginábamos que Galicia fuera un patrimonio de la humanidad de este calibre. Teníamos una idea “herida” de esta tierra. Herida porque la relacionábamos con sucesos trágicos que han tenido lugar allí: las catástrofes marinas de los barcos petroleros volcados y hundidos, los grandes incendios, la dramática situación económica vivida aquí anticipadamente (¿recordáis la película “Los Lunes al Sol”?) y por último el infierno del descarrilamento del tren Alvia en Angrois, barrio de Santiago, el 24 de julio.
Una catedral en el mar
En Ribadeo fuimos a descubrir la playa de As Catedrais. En realidad, Cristina y yo no somos una pareja del tipo “¡Vamos a la playa!”. Pero todos nos sugerían: «Id a la playa. Sumergirse en aquellas aguas es fantástico y cuando salgáis a la superficie y miréis las formas de los acantilados, entenderéis el porqué del nombre As Catedrais».
No nos sumergimos y no hizo falta para entender y querer este lugar. La erosión del tiempo y del agua del mar ha esculpido enormes arcos, grutas y pasillos de arena que recuerdan a una catedral con su atrio. El espectáculo está garantizado. Sobre todo cuando sale el sol que entra en las cuevas y dibuja juegos de sombras y luces. Sé que ahí se rodaron muchas películas, sobre todo de terror. No conozco los títulos. No importa, sé que éste es un paraíso. Un “must” come dicen los ingleses.
Poesía y fe
Galicia es un lugar que te llega al alma. Y no solo por el pulpo gallego. Centrémonos en A Coruña, por ejemplo. Para mí, forma parte del lazo poético que une Venecia, Amsterdam, Barcelona y, ahora lo he descubierto, A Coruña.
Lo que une a estas ciudades es el perfume vital entendido como viaje sin fin, como movimiento de ideas y personas que sólo las ciudades de agua y portuarias logran obtener. Parecería que en esas calles discurre libre el pensamiento humano romántico y existencial acumulado durante siglos.
A Coruña es una ciudad que te hace vibrar por su encanto. Desde la Torre de Hércules hasta la Enseñada del Orzan, pasando por el paseo marítimo, el Jardín de San Carlos y la ciudad vieja. Sobre todo la ciudad vieja, la maravillosa Plaza de Maria Pita y todo lo que sube apacible detrás de la misma y pasa vitalísima a sus lados. Vida y fantasmas que se unen.
Hemos lastimado nuestras piernas andando sin parar. En una librería hablé con una anciana que me contestó: «Lo sabemos, es una ciudad hermosa. Pero de una belleza agrietada y arrugada.» Bueno, las arrugas significan que había y hay vida. ¿No estáis de acuerdo conmigo? Necesitamos más poesia en nuestros platos y nuestros corazones.
¿Pasa lo mismo con Santiago de Compostela? Casi una hora de cola para entrar en la Catedral bajo de un sol aplastante. Bueno, es normal. Niños que lloran, niñas que gritan, gente al móvil en charlas y habladurías sin fin (nadie puede competir con nosotros los italianos), botellas de agua que se convierten en plástico vacío en pocos minutos, peregrinos del siglo XXI que han acabado su camino espiritual (aún pueden seguir hasta Finisterre), un mendigo que nos da una hoja de papel donde está escrito nuestro futuro. Cuando entramos en este sancta sanctorum del catolicismo, somos un millar, ¿Me equivoco? Con tanta gente es imposible obtener un poquito de silencio. El espectáculo me parece demasiado turístico. Salimos. Sigue habiendo muchísima gente fuera, pero ahora el ruido popular se ha vuelto más natural y casi agradable. La fachada de la Catedral permanece la verdadera heroína de este bullicio.
El tiempo suspendido
Ciudad Rodrigo, Mérida y Cáceres: ¿Qué comparten Castilla y León y Extremadura? A lo mejor el calor. Bueno, evidentemente, sobre todo en agosto. Cristina anda que parece una pluma, yo la sigo atento a mi gran enemigo, el sudor. Y si se camina a las 14.00… Afortunadamente se trata de un calor seco, tengo suerte. No solo, marchando unos metros detrás de ella con una respiración anhelante (no soy una pluma) me podrían tomar por un acosador. Menos mal que no hay casi nadie por la calle.
El hilo que ata las dos regiones es el tiempo suspendido. Pueden ser las murallas, el puente antiguo o la Casa del primer marqués de Cerralbo en Ciudad Rodrigo, puede ser el imponente puente sobre el Guadiana, la pareja teatro romano-anfiteatro, el Templo de Diana en Mérida o toda la Cáceres monumental, todo ello es un viaje en el tiempo perdido donde no hay nada que se mueve (y nadie, si tienes suerte) sino tu alma que, por ejemplo, ante el Cristo Negro en Cáceres puede desarrollar el síndrome de Stendhal.
No se trata solo de barrios antiguos dentro de una modernidad que los contempla como si fueran un viejo abuelo, una reserva de indios para los espectadores que pagan. Se trata de lugares que palpitan con vida propia (aunque tal vez utilizados con finalidades turísticas) y que revelan, con la majestuosidad de su arquitectura y la belleza de su estructura, raíces humanas que percibimos como nuestras, más familiares que algunos horrores minimalistas de unos ebrios arquitectos estrella de la modernidad.
Después de una fuerte experiencia emocional en la Catedral de Cáceres, al lado del monumento, dos chicos muy jóvenes tocan y cantan flamenco. No es posible desatenderlos, no escucharlos sin decirles gracias de la única manera que puede resultarles útil. Spanish is the loving tongue, ¿no es verdad?
6.500 kilometros
Todo lo que vimos después son lugares que ya conocíamos. Repetir es una buena cosa para el alma. El parque sevillano de María Luisa donde sopla un aire que nos suena a E. M. Forster acompañado por James Ivory ; la mar hip hop de Cádiz; la conmovedora mezquita de Córdoba (pero ¿Por qué los padres dejan sus hijos jugar en este sitio como si fuera al Camp Nou mientras en una iglesia católica les darían jarabe de palo?), el Art Nouveau del Mercado Central de Valencia, donde los perfumes de pescado (sin ironía) y especias son incomparables; el Dalí del museo Figueres donde el Genio se convierte en Ávida Dollars y el retiro final en Roses como siempre.
Unos treinta entre ciudades y pueblos, 6.500 kilómetros cuando apagamos el coche en Milán. Como siempre, España y su gente no decepcionan. Nunca. Vuelvo a Dylan, ¿puedo?
The Spanish moon is rising on the hill/ But my heart is a-tellin’ me I love ya still.
Las amarguras (llamémoslas así) llegaron después, en un horrible septiembre milanés. Pero este es otro relato.