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Confesión del vampiro inmunodeficiente
Al comprobar que el crucifijo era inútil, esgrimió ante mí, también en vano, un certificado médico.
Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956)
Meditación del vampiro
En el campo amanece siempre mucho más temprano.
Eso lo saben bien los mirlos.
Pero tiene que pasar un buen rato desde que surge la primera luz hasta que aparece definitivamente el sol. Manda siempre el astro en avanzadilla una difusa claridad para que vaya explorando el terreno palmo a palmo, para que le informe antes de posibles sobresaltos o altercados. Luego, cuando ya tiene constancia de que todo está en orden, tal como quedó en la tarde previa, se atreve por fin a salir. Su buen trabajo le cuesta después recoger toda la claridad que derramó primero. Por eso se ve obligado a subir tan alto antes de caer, para que le dé tiempo a absorber toda esa luz y no dejar ninguna descarriada cuando se vuelva a hundir por el oeste.
Luego en el campo, paradójicamente, se hace de noche también muy pronto.
Los mirlos apagan sus picos naranjas y se confunden con el paisaje.
Y agradecido yo, me descuelgo y salgo.
Hipólito G. Navarro (Huelva, 1961)
Fragilidad de los vampiros
Algunas veces cazamos vampiros. No son repulsivos ni malvados como cuentan las leyendas y predican las moralejas. Tampoco asumen formas humanas ni muerden el cuello de las mujeres hermosas para darles un placer que humilla a todos los varones mortales. No parecen fuertes y no besan con labios ni atacan con colmillos. Al contrario, son delicados como telas de araña y pequeños como luciérnagas.
Para atraparlos hay que esperar desnudos en la oscuridad y adelantar al vacío una red pálida y furiosa. El blanco de la piel o de los ojos o de los dientes, las reverberaciones lunares de la red, los marean. El olor del cuerpo sin ropas los conduce, la fantasía del cazador los abraza con ardiente silencio. Es fácil entonces asirlos entre las yemas de los dedos para devorarlos o encerrarlos en frascos transparentes. Algunos los esconden entre los vellos del pubis, otros los disuelven en jugo de adormideras para que el significado de sus sueños exceda la miseria de los días que mueren.
Otros se vuelven vampiros también ellos: criaturas de belleza incomprensible, víctimas de los nuevos cazadores que aguardan, los cuerpos irradiantes como lámparas.
María Rosa Lojo (Buenos Aires, 1954)