S. S. «BULKOIL» II

-A falta de pan, buenas son tortas-

Con la llegada de los mercantes egipcios nuestra embarcación se animó, convirtiendo la petrolera en un bazar oriental.

A paso de tortuga, remolcados, nos adentramos en el Canal guiados por el piloto egipcio. Esta vía marítima tan importante y de gran valor estratégico, propiedad de la llamada Compañía de Suez, en el año 1956 fue causa  de un conflicto, pues los propietarios, Francia e Inglaterra, cuando Egipto quiso nacionalizarlo, para defender sus intereses le declararon la guerra. La nacionalización obtenida hubiera debido producir buenos dólares a Egipto, pero los beneficios no se veían.  Después de varias horas de maniobras y de paradas, que tuve que anotar, nos zambullimos en mar abierto, o sea en el Mar Rojo, donde los tiburones, hambrientos parecían esperarnos para jamarnos, como ocurría a veces con peregrinos que se dirigían o regresaban de La Meca, embarcados sobre viejas embarcaciones. Costeamos Gezirat al Arab, o sea la Península de los Árabes, como la llaman sus habitantes, Arabia saudita. Lo que durante siglos fue un desierto de piedras y arena, sin lagos ni ríos, sin bosques, poblado de beduinos y camellos, gracias al petróleo numerosos jefes de nómadas han hallado la riqueza, y se han hecho construir palacios de las Mil y  una Noches. El calor se hacía sentir, sobre todo en la sala máquinas, y no hablemos cuando te arrimabas a las calderas, «algo parecido a las que llaman de Pedro Botero». Tal vez podía ser un buen entrenamiento, algo parecido a un limbo…» (cuento), para los marineros, que tantos pecados cometemos según algunos meapilas envidiosos. Durante el turno de guardia diurno, en la pausa del cafelito me subí a la cubierta, imaginando poder percibir a lo lejos la ciudad sagrada de Medina, y a unas millas más lejos la Meca.

La comida a bordo era excelente, la bebida ídem, pero para los abstemios, en las naves latinas se bebe vino y en las otras te arreglas con una cierta cantidad de cerveza que te venden, pero debido a que en el último viaje un maquinista creó un desastre, el capitán promulgó la Ley seca, que no fue aplicada a los oficiales, así que nosotros declaramos una huelga. Tuvimos una reunión con el delegado del Sindicato y la palabra de orden fue: ¡No cerveza, no trabajo! A la mañana siguiente en el comedor y en los pasillos aparecieron escritos que proclamaban: ¡No beer, no work! Al terminar de desayunar, la nave se paró. El capi al darse cuenta de la situación declaró:- que aquello era un motín, y todo un bla, bla, bla jurídico con el cual nos amenazaba, que parecía la película los Amotinados de la Bounty. Faltó poco que para que nos amenazase con la horca, -que las leyes de la justicia liberiana nos lo harían pagar caro,- a lo cual el delegado del Sindicato le replicó que sus amenazas eran pura fantasía, fruto de su ignorancia, pues en Liberia no existía un Ministerio de la Marina, por la sencilla razón de que dicho país lo máximo que poseía era unos pocos barcos de pesca. Al final el comandante tuvo que rendirse, ya que no era justo que a la tripulación se le aplicase la Ley Seca mientras los oficiales incluso se emborrachaban. Aquella misma tarde nos vendieron la cerveza y una botella de whiskey para cada cuatro, pero el motivo principal de su decisión fue que no podía permitirse el lujo de llegar al terminal con horas de retraso para cargarle la panza a la petrolera, pues esto significaba una gran pérdida de dólares para los accionistas.

Después de quince días de navegación, cuando estábamos casi llegando a nuestra destinación, Bandar Masur, un concierto de sirenas y campanas nos advirtió del peligro, que estábamos corriendo, envueltos en una niebla que podía cortarse con un cuchillo; faltó poco que nos pegáramos un porrazo con otra embarcación. El canguelo se apoderó de nosotros, nuestros esfínteres se cerraron… Habíamos arriesgado la vida. Al final llegamos a la estación de bombeo, donde empezaron a llenarle la panza a nuestra nave. Ante nuestros ojos se presentaba un desierto poblado de pipeline, sin bares, sin prostíbulos, nada de nada, con nuestra cerveza nos refugiamos en nuestro camarote. Manolo era el fogonero al cual a veces sustituía, era sevillano, un auténtico lobo de mar, se las sabía todas. Antes del peligro evitado estábamos hablando del problema que sufren los embarcados. Citaré el dicho: «La jodienda no tiene enmienda», acompañado de: –El deseo de fornicación vence todos los obstáculos-. Fue entonces que el andaluz me propuso de abrir un burdel a bordo…

Resulta que Manolo había hecho la mili en Melilla, y me contó cómo los soldados se las apañaban para resolver el problema del coito. Cuando tocaban la paga se iban al baño público, pero antes se procuraba una mosca, ¡sí, una mosca! Uno se preguntará, -¿pero qué coño hacían con este insecto? Bueno, después de haber llenado la bañera hasta un cierto nivel, se introducían bajo el agua, arrancaban las alas a la mosca, la cual no logrando volar, y no teniendo ganas de bañarse se refugiaba sobre el único lugar seco, o sea sobre el pene. La víctima asemejaba a una  pobre naufraga en una isla desierta. A la desgraciada no le tocaba otro remedio que, pasear por aquella superficie carnosa, y con sus patitas hacer cosquillas provocando una erección, y a continuación la eyaculación. El final era trágico pues su cabecita iba a estrellarse contra el techo. En Melilla, colonia  española, propiedad  franquista no estaba prohibido el ¡Requiescat in pace mosca!      

El proyecto se realizó. La idea y la organización fue obra del sevillano. No hay que olvidar que Sevilla y Cádiz eran los puertos donde llegaban los galeones repletos del oro y la plata robada a los nativos de las Américas. Los descendientes de aquellos  antepasados que se dedicaron a negocios sucios, por lo visto heredaron de ellos la aptitud para cierto comercio. Después de mucho hablar y discutir nos metimos manos a la obra. En el espacio reservado a las duchas hallamos una vieja bañera, que nos fue de perilla para nuestro proyecto. Con la colaboración y el trabajo de varios voluntarios y un bote de pintura, adecentamos aquel local dejándolo muy acogedor. Un marinero, que tal vez un día se convertiría en un excelente decorador, amuebló aquel espacio convirtiéndolo en un agradable nido de amor. Carteles y fotografías de revistas para hombres solos, salieron de los armarios y pegados a las paredes obtuvieron excelentes resultados para la decoración. Un juego de luces de varios colores, dio un aspecto oriental a todo. Lo bautizamos con el poético nombre de «En alas del Amor». En la pizarra del comedor, donde se anotaban las fechas de las salidas, de las destinaciones y de los avances sobre las pagas, pusimos un cartel escrito en varios idiomas donde se anunciaba: Mañana, a las 4  de la tarde se inaugurará la casa del placer «En alas del Amor», su ingreso está reservado exclusivamente a la baja tripulación, la tarifa será de una cerveza por una prestación de quince minutos. A los que deseen gozar de este sano deleite se ruega se apunten, y que antes se duchen. Los candidatos antes de recibir la mosca y dar la cerveza debían leer lo siguiente: ¡No se fía! ¡Toma y daca! Con la ayuda de la miel y la confitura logramos atraer cantidades de moscas, a las cuales introducimos en una cajita de cartón con sus correspondientes platitos de golosinas preferidas. La inauguración, acompañada con la música fue un clamoroso suceso, pues casi todos los que tenían derecho copularon con estas especiales rameras.

Estos insectos tuvieron una dulce muerte, y no sufrieron al estrellarse, así nos lo aseguraba Dansk, un marinero danés que había estudiado biología y que tenía nociones de medicina. Nuestro colaborador, para evitar sufrimientos a las futuras víctimas del amor, antes del coito añadió una sustancia parecida al cloroformo, que casi las anestesiaba, evitándoles así inútiles sufrimientos. Más tarde practicó varias autopsias a estas heroicas  víctimas, sacrificadas para aliviar y satisfacer un instinto natural, negado a los navegantes lejos de tierra demasiado tiempo, obligados a calmar esa necesidad masturbándose. Alguien pensará que éramos unos cerdos, tal vez tengan razón… Pero entonces ¿qué se puede decir de aquel verdugo criminal, que los otros generales traidores como él llamaban «Paca la culona»? ¿Qué opinar de Franco, -Caudillo por la gracia de Dios-, que convirtió a España en una gigantesca casa de putas, donde las pobres mujeres se vendían por unas cochinas pesetas, para poder llevar algo a sus familiares encerrados en asquerosas cárceles? Yo nací en Barcelona, en el Arrabal, llamado Barrio Chino, que nunca vio a uno, poblado de lupanares, los más lujosos y caros eran franceses, éstos acompañados de macarras galos, y un famoso artista de cine crearon la leyenda del barrio…

¡No hay que olvidar, hay que recordar a las -Trece rosas-, que siguen vivas en nuestra memoria! Eran trece mujeres que tenían entre 18 y 29 años, la mitad era menor de edad, las torturaron y las fusilaron al final de la guerra, contra la tapia del cementerio de la Almudena. Una, antes de morir dijo: «Que mi nombre no se borre de la historia». Un poema nos  las

recuerda. …»Madrid se viste de luto,/ por trece rosas castizas,/ trece vidas se cortaron,/ siendo jóvenes,/ casi niñas./ Malditas sean las almas,/ de sus verdugos/ fascistas,/ que con sus guadañas/ de odio,/ segaron sus cortas vidas…».

¡Maldito dictador, el más ridículo de todos los que ha parido Europa!  Ni los gusanos negros que se nutren con los cadáveres han querido devorarte, tu cuerpo les daba asco, convencidos de que tú arruinaste España con tu peste bubónica-borbónica. -El pueblo debe condenarte al garrote vil, el lugar justo es Cuelgamuros, y colgarte de esa cruz…   

Pero sigamos con  nuestras simpáticas moscas y nuestro matasanos, que nos aseguró que las víctimas fallecieron con la sonrisa en el rostro, ya que iban lanzadas como cohetes hacia un séptimo cielo, abrazadas a millones de espermatozoides. Hubo oficiales que intentaron aprovechar la ocasión   de echar un polvo, pagando el doble de la tarifa establecida, pero no se les permitió el ingreso en nuestro acogedor lupanar. Uno que se las quiso dar de listo fue el cocinero holandés, que después de haberse tirado la mosca, y dejado libre el local para el próximo cliente pudimos comprobar que hizo trampas, pues el muy jodido habíase procurado una cucaracha a la cual sodomizó. Le metimos una multa que consistía en una botella de whisky, luego lo liamos vendiéndole los derechos de nuestra invención, pues proyectaba abrir una casa de tolerancia en el barrio a luces rojas de Amsterdam, por dos cajas de cerveza. Como el tío era un borde con su manera de jugar al póquer lo denunciamos a la Asociación Protectora de los Animales holandesa, contándole sus intenciones sobre la explotación de inocentes insectos, pues no es lo mismo emplearlos para aliviar las penas de la carne, que aprovecharse de ellos. Dansk el descendiente de los terribles vikingos tuvo una idea genial, o sea la de crear un Tribunal para juzgar al cocinero con la acusa de -pedofilia cucarachil-, y agresión al ambiente. Aquí hace falta abrir un paréntesis, el danés al realizar la autopsia a la cucarachita, llamada científicamente Blatela germánica, descubrió que el dictióptero era virgen y menor de edad. El segundo acto de acusa era el de haber eliminado bárbaramente  a una fiel servidora del ecosistema, alguien que llegó a esta Tierra antes del Homo sapiens, pues lleva en ella más de 350 millones de años, y tiene la misión ecológica de consumir detritos.

Colorín colorado, este cuento o no cuento, no ha terminado, pues antes de ir a juntarme con las cenizas de mi compañera Fede seguiré desahogándome… ¡Hasta la vista!,  decía un ciego!


 

Antonio Íbero Layetano
(alias el Bicho raro)