HEARTLAND
En las ciudades del Medio Oeste las niñas que caminan sobresalen como montañas, porque no hay aceras y nadie ha pensado que los pies puedan ser un medio de transporte. Es un lugar plano y una niña de esa edad, en agosto, es casi más alta que las plantas de maíz que hay al otro lado de la Nacional y que solo unos meses después marcarán la altura máxima natural de la región.
La niña estrena la libertad de quedarse sola en casa. Ya no tiene que ir por obligación a un campamento. Es divertido desayunar pizza fría y cocacola y después mentir. Comer helado y ver películas y después mentir. Salir al jardín trasero embadurnada de aceite para tomar el sol. Pero al tercer día la casa pesa desde la una, y es aburrido desayunar las sobras de la cena, y ha dormido tanto que se levanta temprano y el día es tan largo como el arco del sol por el cielo. Por eso sale. Camina a la derecha siete casas, hasta que la calle del Olmo se convierte en la calle del Arce y ya no hay aceras. Gira a la izquierda en la calle del Arce y camina pisando con un pie un borde amarillo de hierba y con el otro la carretera, atenta a los coches que casi nunca pasan.
La calle del Arce muere en la Nacional, pero justo antes, a la izquierda, se abre a un aparcamiento enorme que da servicio a varios comercios. Los aparcamientos de ningún modo pueden entenderse como aceras ni lugares para pasear. Son estepas ondulantes de hormigón por donde resonarían los pasos si los tráilers no hicieran tanto ruido. Pero la niña cruza el aparcamiento para llegar a la droguería porque así entretiene sus horas de doscientos minutos, y sale con un paquete de chicles de canela y un Dr.Pepper, y vuelve a la calle del Olmo atravesando de nuevo la planicie de hormigón y sintiendo que el maquillaje que ha robado es un trofeo picante como el refresco de soda.
También pica la sonrisa de Mr. Locke cuando para su furgoneta y se ofrece a llevarla. Y ella acepta con hacen todos los niños del Medio Oeste, porque siempre es alguien conocido y porque nadie cierra su casa ni las puertas del coche. Además no sabe que Mr. Locke ya no es el marido de Mrs. Locke. Para ella es un quizá, un aliado. Recuerda aquella tarde horrible y ese sentimiento de orfandad que a veces la acompaña por la calle del Arce y la calle del Olmo. El que le anima a cruzar la Nacional sin semáforos ni pasos de cebra a pesar de los tráilers fugaces como los sueños, para tocar ese maíz que parece un holograma. Mr.Locke espera, con la mano al volante y la sonrisa amable, y la niña añora cuando no era una decepción.
Ella era la predilecta de Mrs. Locke y por eso la profesora la invitó a la ópera. Solo a ella, aquel día. A ese gran acontecimiento cultural en esa ciudad donde nadie se queda, solo circula rápido con destino a cualquier lugar mejor con aceras. Aquello fue poco antes de acabar el curso y ella se durmió. Se quedó dormida mientras cantaban y cuando acabó y se despertó, Mrs. Locke la llevó de vuelta a casa envuelta en frío, el interior de su coche como un agujero negro que tragaba metros, luciérnagas, mosquitos, promesas. No le volvió a dirigir la palabra, salvo para señalarle cualquier cosa que estuviera mal, le negó la mirada cuando levantaba la mano para responder y el eterno sobresaliente, que le impidió, por primera vez, conseguir aquellas letras negras de ausencia brillante al final del boletín:
Felicidades por conseguir el cuadro de honor esta evaluación.
—Linda va a preparar Sloppy Joe’s para cenar ¿Te apetece venir a casa? Creo que las dos necesitáis hablar de lo que pasó el día de la ópera —le dijo Mr. Locke.
—¿Está seguro de que ella querrá verme?
—Segurísimo.
—Tendré que llamar a mis padres —contestó, decidiéndose por fin a enfrentar la humillación.
—Claro. ¡Y no te preocupes más! Nada como una buena cena para hablar y reconciliarse.
Lo primero que recuerda es el miedo como un agujero en la tripa. Después el alivio, como una pastilla de Pepto-bismol.
Después, despertarse. Y la oscuridad. No distinguir si tiene los ojos abiertos o cenados. Parpadear. Entrar en pánico. Levantarse y andar a tientas hasta chocar contra un muro. Moverse deprisa arrastrando las manos por las paredes y golpearse las espinillas con bultos, y caer, levantarse y continuar. Destrozarse la cara contra algo incierto, tocársela y sentir un líquido caliente y la incredulidad; volver a caer y estar mareada y pensar en cerrar los ojos y abrirlos de nuevo en un rato, para dar tiempo a que la pesadilla acabe. Abrir los ojos y volver a empezar. Repetir lo anterior. Repetirlo hasta no poder negarlo. Orinarse, tener frío. Tener sed, mucha hambre. Dormir. Soñar. Soñar con el sol que se arrastra muy despacio, por encima de las calles sin aceras, y en padres tibios que creen que desayunó cereales. Temblar. Quizá tener fiebre. Despertar de golpe bajo una manta de agua fría y ver una ventana apenas abierta y un rayo de claridad que ilumina como un fluorescente a un hombre que da órdenes. Desnúdate. Vístete. Rápido (él sujeta un cubo vacío del que caen las últimas gotas heladas, como un actor de teatro). Hacer un esfuerzo urgente por entender a la primera las órdenes que salen desde detrás del pasamontañas. Absorber la claridad como un milagro. Ver un colchón contra la pared, una caja con una bandeja, dos cubos. Saber que no es un decorado como lo parecen la Nacional y sus tráilers infinitos, y el maíz que siempre crece del otro lado, como un dibujo torpe.
En el Medio Oeste hay tornados. Tornados que la niña —que ahora es una mujer y que hace mucho que sabe que Mr. Locke no era Mr. Locke— ha visto de lejos, igual que el maíz. Que parecen una postal, la foto asombrosa de una inclemencia. Sin embargo, en el Medio Oeste los tornados llegan a veces y destruyen todo menos los sótanos donde hay cachivaches, habitaciones umbrías, salas de juegos húmedas y niñas desaparecidas durante años, que caminaban al borde de la carretera cuando los hombres que no eran lo que parecían regresaban de comprar licor.
La niña que ha crecido grita y nadie responde. Sube por la escalera del sótano y aporrea la puerta y nadie viene. La empuja y la golpea con trastos que encuentra, y no se abre. Amontona cosas contra la pared y asciende hasta la ventana rota. Se destroza las uñas y las manos retirando los escombros que la taponan. Cae al suelo desde el montón de trastos apilados y vuelve a subir. Consigue abrir un pequeño agujero entre los cascotes y arrastra su cuerpo por él, desgarrándose la ropa y la piel. Por fin está fuera y se levanta. Mira la ciudad del Medio Oeste sin aceras, sin árboles en pie, sin buzones en pie, sin casas en pie. Mira los escombros que parecen montañas en el corazón del país, y comienza a caminar.
MARIAN PEYRÓ (Avila, 1971) El cuento seleccionado pertenece al libro “El papel de un cromo”, Editorial Papeles Azules, 2020