En Madrid, en pleno centro, aunque pudiera parecer casi una broma o un arrebato de nostalgia, se puede acudir al teatro a ver la obra Desnudando a Freddie. Sí, es cierto que en estos tiempos el virus ha devorado ciertas palabras: teatro, cine, fiesta, boda, sonrisa. Y beso con lengua, que, sin ser una sola palabra, quiere colarse en la enumeración. Son tiempos de sonreír con los ojos y llorar mojando el trozo de tela que nos cubre la boca. En Madrid, en la sala del Teatro de las Aguas, en una de sus butacas, se puede hacer y se hacen las dos cosas: sonreír con los ojos y llorar mojando la mascarilla.
La obra es todo un atrevimiento. La obra se erige sobre la uniformidad sobre la que vivimos, sobre este manto de crispación diaria, sobre el miedo, sobre la soledad en la que nos estamos obligando a vivir, como un iceberg (un iceberg muy chiquitito) en un mar inmenso. Empecemos por ahí.
Se puede aparcar en la puerta. Madrid, La Latina. Y se puede aparcar en la puerta. No es baladí lograr esto: personas acudiendo a una cita con el teatro, con la que está cayendo. Estamos hartos de escuchar estupideces como que la pandemia logrará sacar “lo mejor de nosotros mismos”. En esta obra los dos actores que enseñan sus bocas sobre el escenario son en sí mismos una representación de que no hay pandemia. Son negacionismo del bueno. No hay virus, más allá de lo que el virus es: un virus. Siempre ha habido un mundo. Un mundo con epidemias, con guerras, con políticos. Y siempre ha habido quien sabe ponerse de pie sobre él y siempre ha habido quien se cae, digamos que por falta de equilibrio. Daniel Acebes y Gabriel García se ponen de pie encima de este mundo y nos ofrecen algo que está, afortunadamente, al margen del virus. Porque nunca la parte fue igual al todo. Por mucho que no sepamos salir de la parte.
Uno puede creer que de Freddie Mercury ya lo sabe todo. Uno cree que ya lo sabe todo acerca de los que utilizan a una estrella para brillar. Uno puede creer que va a asistir a otra magnificación del héroe, a otro espectáculo sobre el espectáculo, a otro intento de salir de la mediocridad explotando al ser excepcional que, como un dios de los que ya no existen, aún nos ilumina y nos hace rezar algún credo. Si hubiera sido así tampoco estaría nada mal: mejor ver a Freddie que seguir mirando Twitter en la pantalla del móvil o contemplando la ineptitud y la arrogancia de nuestros políticos en la televisión.
Pero no es así. Quiero dejar muy claro que no es así. La obra de teatro que se representa en estos días en el Teatro de Las Aguas es nada más y nada menos que eso: una obra de teatro. Dos hombres en el escenario, como un Esperando a Godot cualquiera. Cierto que Freddie estaba allí (interpretado ferozmente por Daniel Acebes), pero también podía haber estado como un póster colgado en la pared en una habitación de adolescente. Freddie Mercury, como Marilyn Monroe o Amy Winehouse, son pósteres que actúan como espejos en los que mirarnos. Y es ahí donde se produce la magia. Uno se sienta en la butaca del teatro y contempla el escenario para que el escenario acabe contemplándolo a uno. Eso es arte. Nunca hubo otro arte.
Entonces, un periodista (interpretado tímidamente al comienzo, in crescendo, rabiosamente al final, por Gabriel García) formula preguntas a Freddie. No. Falso. Se hace preguntas a sí mismo. No. Falso. Se convierte en la voz de cada uno de nosotros, haciéndonos preguntas a nosotros mismos. Preguntas impertinentes, preguntas de callarnos de un bofetón la voz que llevamos por dentro. Pero la voz gana.
¿Y preguntas acerca de qué? Acerca de esto que llamamos vivir. De los disfraces que todos usamos para caer de pie cada mañana. De la impostura. Un niño observa a sus padres vivir su auténtica vida escondidos en un cuarto oscuro, como si la vida real, esa que merece llamarse vida, pudiera vivirse detrás del telón. Así, la sala de teatro se convierte, a lo grande y tan pequeña, en una metáfora de nosotros mismos.
¿Alguien en la sala se atreve a vivir? O mejor aún, ¿alguien en la sala se ha atrevido en alguna ocasión a vivir? ¿Alguien ha estado, aunque solo sea una vez, por encima del miedo? Eso parece gritarnos el espejo de luces en el que todos acabamos mirándonos. Freddie, desde su muerte. Nuestro periodista, tan todos nosotros, con su voz queda y su mirada en ocasiones cuajada de lágrimas que son nuestras.
Entonces uno se siente orgulloso si ha sabido, aunque sea en una ocasión lejana, dar un giro a los acontecimientos de su vida. Escribir el guion. De eso habla Desnudando a Freddie: ¿quién escribe el guion de nuestra vida? ¿Dónde están los límites de nuestro escenario? ¿Cuáles son nuestras pestañas postizas?
La obra no nos dice, nada más lejos, algo así como “nunca es tarde, ahora puedes abrir la puerta, salir del armario”. No es optimismo mórbido de autoayuda. No es una ventana a un futuro esperanzador. La obra te dice, a la cara y sin ambages, que ya tienes edad de haber abierto más de una puerta, de haber salido de más de un armario. Y si lo has hecho, si da la casualidad de que lo has hecho y estás sentado en una butaca, entonces te sientes orgulloso. Lloras las lágrimas de Mateo y te subes a tus tacones o te pones tu chaqueta de cuadros para salir a la calle y volver a casa. Y ese orgullo dura un rato, en el coche, mientras miras alrededor y observas un Madrid desolado. Un orgullo antiguo, que consiste en haber escrito una línea del guion de tu vida, o un párrafo, o una página, o un capítulo. Algo. Una parte. No dura mucho, el orgullo, las imágenes registradas, la banda sonora de la obra que se pega a las orejas y te hace tararear en voz baja. Siempre hay que volver a los disfraces. Pero una obra literaria es obra de arte si deja impronta. Solo si deja impronta. No si nos hace reír o llorar o si nos entretiene. Tiene que dejar impronta: esa sensación absurda como de haber cambiado, como de haber crecido, como de que te quedan cortos los pantalones solo por haberte dejado tocar por el arte. Qué bueno ese iceberg, qué bueno sentir que uno se puede poner de pie sobre algo sólido.
¿Y si no se ha sido nunca Freddie? ¿Y si todo nuestro guion está escrito de antemano y vivimos encerrados en un cuarto, cuchicheando nuestra vida, como los padres de Mateo? Eso no es posible entre los espectadores de esta obra de teatro. Nadie, ninguna persona, ningún espectador que haya ido o vaya a asistir a la obra será uno de esos que nunca ha sido Freddie. Todos, absolutamente todos los espectadores de Desnudando a Freddie estarán tocados por la magia de haberse desnudado de disfraces, porque estarán demostrando que se han quitado al menos uno: el disfraz de este miedo loco que ha borrado de nuestro vocabulario la palabra teatro (y beso con lengua, aunque no venga al caso). Y eso, querámoslo o no, es una alegría, íntima y poderosa, sobre este mar en el que nos ha tocado vivir.
Juana Márquez Ponce
Tel: +34 696 66 39 82
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Profesora de Matemáticas en IES Alkal’a Nahar.
Profesora de Escritura Creativa en Escuela de Escritores de Madrid y en Escuela de Escritura de la Universidad de Alcalá.