“No lo vas a hacer de verdad” —me dice, fingiendo una sonrisa que se deshace en una mueca— “No serás capaz”.
Es una piedra áspera, ovalada, con venas grises. Es demasiado pesada para mí: me cuesta un esfuerzo descomunal levantarla. Con una piedra así podría hasta matarla, a Myrna.

Veo relampaguear el miedo en sus ojos redondos, casi siempre inexpresivos, y me gusta. Ya lo sé, que Myrna tiene toda la razón, es justamente por eso que la odio.
No hay otros niños en el patio hoy, un aire asfixiante y húmedo nos aprieta en esta tarde de inicio de verano. El distrito industrial no está lejos y el olor a azufre de las fábricas cercanas nos alcanza.
Myrna y yo nunca hemos sido amigas, ni antes que me dijera eso: creo que a ella le irritaban mi exagerada delgadez y mi carácter huraño, como a mí me molestaban su cuerpo gordito y su alegre locuacidad: por aquel entonces, no sospechaba lo que le pasaría, y que no tendría motivos para estar tan contenta.
Ver el susto en su mirada me alegra. La piedra es tan gruesa que casi no puedo seguir sosteniéndola, pero la cólera vuelve vigorosos mis brazos sutiles. Inspiro el olor a azufre y ahora me siento invencible. Se lo merece todo. Se lo merece por su cara redonda, por su pelo oscuro demasiado corto, por sus vestiditos ajustados que parecen robados a una hermana menor. Pero sobre todo por decirme eso.
De repente, los ojitos negros de Myrna se cierran y su boca se abre de par en par: un chillido agudísimo rompe el silencio.
Todo mi cuerpo tiembla de rabia, la piedra áspera y pesada me agota los brazos. La madre de Myrna se asoma a la puerta. Está embarazada, lleva un vestido rojo de flores, sin mangas, que deja descubiertos sus brazos rollizos. Observa a su hija, que ahora llora desconsolada, luego me mira a mí: me clava la mirada en los ojos y se queda callada.
Ella sí, que es fea. Tiene el mismo pelo corto y moreno que su hija, la misma cara redonda de ojos insípidos. Ella es fea, y no mi madre.
— ¿Qué pasa, niñas? —La madre de Myrna se acerca lentamente, intentando sonreír. Mira primero mi cara y luego mis manos, que siguen sosteniendo la piedra. Una piedra tan gruesa y tan pesada que podría matarla, a su hija.
— ¿No queréis decírmelo? —la mujer habla en plural, pero se dirige solo a mí.
— ¡Myrna ha dicho que mi madre es fea! —exploto, rompiendo a llorar.
— ¡Sì, es fea, es feísima! ¡Está siempre enfadada, y no sonríe nunca! — grita Myrna.
Ya sé que Myrna tiene toda la razón y la piedra se me cae de las manos.
* * *
En noviembre, Myrna murió, abatida por una leucemia fulminante. Tenía nueve años. Todo el pueblo asistió a su entierro, y nosotros fuimos a la iglesia con las maestras, alineados para dos. Todas las niñas lloraban, menos yo.
Yo pensaba en la piedra que no le había lanzado y en los pocos meses que ella había vivido después. Ella habría muerto, en cualquier caso, y me parecía justo que Dios la arrugara y tirara rápidamente, como si fuera un dibujo malogrado. Sí, era justo que Myrna muriera, era demasiado sincera y aguda en reconocer la auténtica naturaleza de las personas, un testigo incómodo de la inquietud que me sacudía como un viento rabioso: la herencia de mi madre que yo no quería aceptar.
Myrna habría muerto, en cualquier caso.
Al salir de la iglesia, con los ojos bajos, vi un guijarro y lo pateé.
Era una pequeña piedra áspera, ovalada, con venas grises.
.
.
.
.
.
.
.
Opere dell’Autore:
.
.
.
.
.
.
.
.
.