Sirva de ejemplo la anécdota que relataré a continuación, y acaso de alegoría profética, del estado de abandono y, en muchos casos, absoluto olvido al que se ven abocados la mayoría de los escritores españoles al afrontar la vejez.
Cuenta Sánchez Dragó, en su obra Gárgoris y Habidis, que, de acuerdo con la versión que consignó J. Sender, Valle-Inclán solicitó ayuda mágica a un famoso teósofo de la época llamado Roso de Luna.

Dadas sus apreturas económicas, el insigne escritor gallego le pedía que le revelase el lugar exacto —que sólo conocía el adivino— en el que se encontraba un tesoro enterrado que, al parecer, había pertenecido a un rey moro. Lo custodiaban, además, siete gnomos, según dijo el vidente.
El oráculo le aseguró, también, que sólo tendría que esperar el momento propicio, respetando las pertinentes etapas rituales. El mago, sin embargo, se negaba a indicar el plazo exacto de éstas.
El tiempo pasó sin novedad de ningún tipo hasta que don Mario, que así se llamaba el iluminado, le comunicó a don Ramón que había tenido una revelación posterior en la que se le indicaba que no debía desvelar el lugar donde se hallaba el susodicho tesoro, pues le prevenían del mal uso que el escritor haría del mismo.
La anécdota, o algo más tal vez, fue ratificada por Sender y, así también, por el hijo del escritor y por el propio teósofo, dando fe de las eclécticas creencias de don Ramón en lo que a asuntos esotéricos se refiere.
Valle-Inclán, en algunas de cuyas obras la magia y lo sobrenatural juegan un papel importante, no pudo hacer uso de la misma en vida, como, según parece, le hubiese gustado.
Le ocurrió tal como escribió al final de La pipa de Kif: «Se apagó el fuego de mi cachimba/ Y no consigo ver una letra». Ni una letra ni una triste moneda vio del tal tesoro, condenado a la pobreza, a pesar de sus logros literarios.
(O precisamente por eso, habría que decir).