El microrrelato de los viernes: Todos somos biblioteca

Fahrenheit 451 es la temperatura a la que arden los libros y el título que Ray Bradbury eligió para su fantasía futurista. O no tan futurista.

La historia sucede durante una época sombría en un país en el que está prohibido leer. Los bomberos ya no se ocupan de apagar incendios, sino de quemar los libros que algunos ciudadanos rebeldes esconden en sus casas. El Gobierno ha decretado que todo el mundo sea feliz. Los libros están repletos de ideas nocivas y, además, la lectura solitaria se presta a la melancolía. La población debe ser protegida de los escritores, que contagian pensamientos malignos.

Los disidentes son perseguidos. Se refugian en los bosques alrededor de las ciudades, en los caminos, a la orilla de los ríos contaminados, en las vías férreas abandonadas. Viajan todo el tiempo, bajo la luz de las estrellas, disfrazados de vagabundos. Han aprendido de memoria libros enteros y los guardan en sus cabezas, donde nadie puede verlos ni sospechar de su existencia. «Al principio, no se trató de un plan preconcebido. Cada hombre tenía un libro que quería recordar, y lo hizo. Luego fuimos entrando en contacto unos con otros, viajamos, creamos esta organización y establecimos un plan. Transmitiremos oralmente los libros a nuestros hijos y dejaremos que ellos esperen a su vez. Cuando la guerra haya terminado, algún día, algún año, los libros podrán ser reescritos. Las personas serán convocadas una por una, para que reciten lo que saben, y lo imprimiremos hasta que llegue otra Edad de Oscuridad, en la que quizá debamos repetir toda la operación». Estos fugitivos, que han visto cómo aquello que amaban acaba destruido, deben recorrer un largo camino de huida, siempre asustados, sin otra certeza que los libros archivados tras sus tranquilos ojos.

La novela parece una fábula distópica, pero no lo es. Algo muy semejante sucedió realmente. En el año 213 a. C., cuando un grupo de griegos intentaban reunir la totalidad de los libros en Alejandría, el emperador chino Shi Huandi ordenó que se quemasen todos los libros de su reino. Solo perdonó los tratados de agricultura, medicina y profecía. Quería que la historia comenzase con él. Pretendía abolir el pasado porque sus opositores lo invocaban en añoranza de los antiguos emperadores. Según un documento de la época, el plan se llevó a cabo sin piedad («Los que se sirvan de la Antigüedad para denigrar los tiempos presentes serán ejecutados junto a sus parientes. Quienes oculten libros serán marcados con un hierro candente y condenados a trabajos forzados»). El odio de Shi Huandi provocó la destrucción de miles y miles de libros —entre otros, todos los escritos del confucianismo—. Los esbirros del emperador fueron de puerta en puerta, apoderándose de los libros y haciéndolos arder en una pira. Más de cuatrocientos letrados reacios fueron enterrados vivos.

En el año 191 a. C., bajo una nueva dinastía, se pudieron reescribir muchos de aquellos libros perdidos. Corriendo increíbles riesgos, los profesionales de las letras habían conservado en la memoria obras enteras, en secreto, al abrigo de la guerra, las persecuciones y los hombres de las hogueras.

No fue la única vez que sucedió algo así. Cuando Alejandro ocupó la ciudad de Persépolis y le prendió fuego, ardieron todos los ejemplares del libro sagrado del zoroastrismo. Sus fieles lo reconstruyeron gracias a que lo recordaban palabra por palabra. Al mismo tiempo que Bradbury imaginaba su fantasía distópica, durante los años de crueldad del estalinismo, once amigos de Anna Ajmátova iban memorizando los poemas de su desgarrador libro Réquiem a medida que los escribía, para preservarlos de cualquier desgracia que pudiera ocurrirle a la autora. La escritura y la memoria no son adversarias. De hecho, a lo largo de la historia, se han salvado la una a la otra: las letras resguardan el pasado; y la memoria, los libros perseguidos.

Durante la Antigüedad, cuando todavía perduraban destellos de la cultura oral, cuando había menos libros y se releían más, no era extraño que los lectores aprendieran obras enteras de memoria. Sabemos que los rapsodas recitaban en varias sesiones los quince mil versos de la Ilíada y los doce mil de la Odisea. También personas corrientes eran capaces de repetir fielmente largos textos literarios. Agustín de Hipona recuerda en uno de sus libros a su compañero de estudios Simplicio que recitaba discursos completos de Cicerón y todos los poemas de Virgilio —es decir, miles y miles de versos— desde atrás hacia adelante, en orden inverso. Al leer, tallaba las frases que le conmovían en «las tablillas enceradas de la memoria» para recordarlas y recitarlas a voluntad, como si estuviera mirando las páginas de un libro. Un médico romano del siglo II, llamado Antilo, llegó más lejos, afirmando incluso que memorizar libros era bueno para la salud. Sostenía una divertida y extravagante teoría al respecto. Quienes nunca han hecho el esfuerzo de memorizar un relato, unos versos, un diálogo —decía— tienen mayores dificultades para eliminar de su cuerpo ciertos fluidos perjudiciales. En cambio, los que pueden recitar largos textos de memoria expulsan sin problemas esas sustancias dañinas mediante la respiración.

Tal vez sin saberlo, nosotros —como los fugitivos de Bradbury, los letrados chinos, los seguidores de Zoroastro o los amigos de Anna Ajmátova— conservamos ciertas páginas que nos importan a salvo en la mente. «Yo soy La República de Platón», dice un personaje de Fahrenheit 451. «Yo soy Marco Aurelio». «El capítulo uno del Walden de Thoreau vive en Green River; el capítulo dos, en Willow Farm». «Hay un pueblecito con solo veintisiete habitantes que alberga los ensayos completos de Bertrand Russell, divididos en tantas páginas como personas hay». Uno de los desharrapados rebeldes, con el pelo sucio y mugre en las uñas, bromea: «Nunca juzgue un libro por su cubierta».

En cierto sentido, todos los lectores llevamos dentro íntimas bibliotecas clandestinas de palabras que nos han dejado huella.

IRENE VALLEJO (Zaragoza, 1979). El fragmento seleccionado pertenece al libro “El infinito en un junco”, Editorial Siruela.

Foto de Santiago Basadlo