Influencia de la Septuaginta en el canon bíblico del Nuevo Testamento 

“Septuaginta” hace referencia a la Biblia de los setenta, LXX, biblia griega, traducción al griego “koiné” del Antiguo Testamento. 

Según cuenta la tradición, fueron setenta y dos sabios judíos (seis por cada tribu) los que se encargaron de tan ímproba labor, designados por el sumo sacerdote Eleazar. Una labor filológica de gran calado que abarcó un esfuerzo de interpretación y traducción íntegro: ortografía, morfología, sintaxis, semántica, teología, etc… 

La idea fue iniciativa promovida por el rey Ptolomeo II Filadelfo, cerca del 246 a.C., quien deseaba contar con la Biblia hebrea en la Biblioteca de Alejandría. Este interés bibliófilo supuso, de facto, proporcionar el texto sagrado en griego a la diáspora judía. 

En un principio, Ptolomeo solicitó la traducción de la Torá (Pentateuco), pero posteriormente el trabajo abarcó todo el Antiguo Testamento. 

La Septuaginta no sólo alcanzó gran difusión entre los judíos de la diáspora, sino que el amplio flujo de población entre Alejandría y Palestina facilitó la propagación de la Biblia de los LXX también entre judíos helenizados, emigrados a Palestina desde ciudades griegas de Siria, Babilonia y Asia Menor, conjuntamente con los que habitaban las ciudades helénicas de la “Decápolis” palestina. Estos estaban más familiarizados con el “koiné” que con el hebreo. 

Respecto al trabajo de los setenta y dos rabinos, hay que decir que los textos hebreos y arameos que utilizaron carecían de valores fonéticos vocálicos, de alternancia entre mayúsculas y minúsculas, de signos de puntuación y acentuación, de algunos conectores, artículos, conjunciones, preposiciones, etc…, así como de ciertos prefijos y sufijos adverbiales. De ahí, que, al agregar los valores fonéticos vocálicos, surja el llamado texto masorético y algunas diferencias interpretativas. 

En cuanto a la cantidad de libros, la Septuaginta tiene cuarenta y cuatro libros que conforman el canon del Tanak judío (Biblia hebreo-aramea), que ordenados de acuerdo con la costumbre griega conforman treinta y nueve libros en total. Incluye otros, posteriormente compilados, los llamados deuterocanónicos por los católicos y anagignoscómenos por los ortodoxos. 

La versión de los LXX fue utilizada por las comunidades judías del mundo antiguo fuera de Judea e igualmente por los cristianos de la Iglesia primitiva. 

Por otro lado, la Septuaginta conforma el conjunto de las fuentes vetero-testamentarias junto a los manuscritos bíblicos de Qumrán (rollos del mar muerto), el Pentateuco Samaritano y la “Peshitta”, la traducción del Antiguo Testamento del hebreo al idioma siríaco, realizada por judeocristianos a finales del siglo I a. C. 

La llamada “versión masorética” de la Biblia es bastante posterior y fue elaborada a lo largo del primer milenio d. C., publicándose en su forma definitiva alrededor del año 900 d. C. 

Así pues, la Septuaginta (LXX) refleja la existencia de un criterio canónico muy antiguo, diferente al planteado por el fariseísmo babilónico, entre otros. 

En lo que tiene que ver con su estructura y cronología, la Septuaginta asumió la división tripartita del Antiguo Testamento. Es decir, la Torá, profetas anteriores y posteriores (Nebiim), otros escritos (Ketubiim). 

Según Aristóbulo, para realizar el trabajo se consiguieron manuscritos originales hebreos y arameos y se tradujeron al griego, en una labor que comenzó en el siglo III y concluyó en torno al II a. C. 

Los manuscritos más antiguos de la Septuaginta conocidos hasta ahora son fragmentos del siglo II a. C. del Levítico y el Deuteronomio, y fragmentos del siglo I a. C. del Génesis y resto del Pentateuco, así como algunos profetas menores. 

El hallazgo de Quram (1947) en el mar Muerto (fragmentos griegos del Pentateuco, entre otros) permitió estudiar las variaciones propias de la Septuaginta. Los manuscritos hebreos de las cuevas avalan la versión griega de los LXX, y otros respaldan al texto masorético, determinando que el primero (LXX) es más antiguo, en cualquier caso. 

El canon palestinense surgido en Jamnia (a principios del siglo II d. C.) significó el rechazo de una serie de textos que grupos de maestros judíos de habla griega habían incluido en el llamado Canon Alejandrino, o Biblia de los setenta, en los siglos II y I a. C. 

Dejando a un lado la leyenda de la “Carta de Aristeas”, la intención del rey Filadelfo se enmarcaba en la política cultural de los herederos de Alejandro Magno: emprender la helenización mediterránea y del Oriente. 

Con este propósito se quiso dotar a sus numerosos súbditos judíos con una versión de la Biblia en griego. En este sentido son coincidentes los testimonios de Filón de Alejandría, Flavio Josefo y Eusebio de Cesarea. 

Otro factor a tener en cuenta es que un Antiguo Testamento en griego ayudaba al proceso de asimilación cultural iniciado en los tiempos de Esdras y el rey Artajerjes de Persia. Como explica el historiador judío Abraham Schalit, “la promoción de esta traducción y el reconocimiento de la Torá como “Constitución legal” del pueblo hebreo por reyes extranjeros como el seléucida Antíoco III, trajo consigo la alteración de valores entre la población de Judea, y géneró influencia espiritual y material”.

La adopción de la lengua griega no supuso un rebajamiento, sino, más bien, se llevó a cabo como un proceso o desarrollo natural. Así pues, la apertura cultural que empuja a la Septuaginta constituyó una vía fundamental para entrar en contacto con la fe del pueblo hebreo en la época de Jesús y en los primeros pasos de la Iglesia cristiana. 

Solamente en Alejandría y Egipto, en el siglo I d. C., se estima que había más de medio millón de fieles judíos. En cierto modo, el trabajo de los eruditos judíos de la época de Ptolomeo no sólo buscaba hacer más accesible la Biblia para los judíos de la Diáspora que ignoraban o conocían mal el hebreo, sino conquistar el pensamiento griego para transmitir en esa lengua global la sabiduría de la revelación de la Biblia. 

De igual modo, se ha evidenciado que los judeocristianos respetaron la canonicidad de los LXX sin cuestionamiento, hasta que, posteriormente, surgieron discrepancias fariseas rabínicas. 

La Septuaginta, por tanto, reproduce fielmente el original hebreo. Es más, los “Targúmenes” arameos (comentarios libres a los textos hebreos del Antiguo Testamento) más bien dependen de la LXX y no al revés, como podría insinuarse. 

En cuanto a la adopción de la Septuaginta en el canon cristiano, cabe señalar que la Iglesia la aceptó desde el principio como válida versión griega de la Biblia judía (Antiguo Testamento). En el siglo XVI, las iglesias de la Reforma asumen la lista del canon hebreo. 

Por otra parte, cerca del 80% (si no más) de las citas del Antiguo Testamento contenidas en el Nuevo Testamento pertenecen a la versión de los LXX. 

Así mismo, tanto como el lenguaje, su importancia se refiere a los nombres de los libros, su número, su agrupación, y su clasificación. A diferencia de la Tanak, la Septuaginta reemplaza los títulos de libros en la Torá con títulos relacionados con el contenido o una palabra utilizada con frecuencia. Estos títulos griegos no son ajenos, sin embargo, a la tradición rabínica. 

La creencia en que era un texto fiable y aceptado por Dios fue decisivo para su acogida por parte de los primeros cristianos. Una Biblia en koiné fue de gran utilidad para evangelizar al mundo grecorromano. 

Ya en el siglo XVI (1517), los editores de la Políglota Complutense (1514) indican que la Septuaginta era equivalente al canon hebreo. 

Ireneo de Lyon se refirió a ella como “auténticamente inspirada”. Y Agustín de Hipona afirmó que el tiempo y el lenguaje en que fue escrita constituyen dos etapas deseadas por Dios en el progreso de la revelación al pueblo hebreo. 

A finales del siglo I d. C. el uso que hicieron los cristianos de la Septuaginta, sobre todo en lo referente a los pasajes sobre el mesías provocó que los rabinos la proscribieran, por verla como la Biblia de los cristianos. 

Este proceso de estigmatización culminó en el siglo III d. C., con posterioridad a la supuesta definición de los libros inspirados en las deliberaciones que los rabinos sostuvieron en el concilio de Jamnia (aproximadamente en el año 90 d. C.). 

Cuando se abandonó la versión de los LXX, en lugar de la fiesta que se celebraba en tiempos de Filón (en torno al año 42 d. C.) para solemnizar la traducción griega de los LXX, se mandó observar un día de ayuno para llorar el día en que la Ley fue traducida a una lengua profana. 

Socialmente, existían prejuicios en la comunidad judeo-helénica de Alejandría. Los griegos tampoco veían con buenos ojos la colaboración judía con los romanos. 

No obstante, a pesar de las vicisitudes, la Septuaginta continuó su expansión en el mundo cristiano. Incluso hoy, las Iglesias Orientales, casi todas, tanto católicas como cismáticas (ortodoxas), leen el Antiguo Testamento en una versión derivada de la de los LXX. 

Decisiva fue su influencia, por tanto, en la formulación de las creencias, y en el lenguaje cristiano, y así mismo a través de los escritos del Nuevo Testamento los primeros cristianos leyeron y citaron de ella, en contraste con los judíos helenizados que, tras Jamnia, desaparecieron sin dejar rastro, sustituidos por la tradición rabínica. 

Así surgió la figura de Aquila (c. 128 d. C.), por ejemplo, quien produjo aproximadamente diez versiones tan textuales y similares al texto judío que sólo podría ser comprendida por el que supiese leer hebreo. O la versión protomasorética del año 50 d. C. Otras traducciones fueron las de Synmachus (finales del siglo II) y la de Teodoción. 

La versión de los LXX, en cualquier caso, fue fundamental para la expansión y preservación del judaísmo y para recordarles la Ley y facilitar su estudio. Los judíos la valoraron, en especial en lo referido al Pentateuco, y no fue hasta sus disputas con los cristianos que la rechazaron por completo. 

Además, cuando la Iglesia cristiana a mediados del siglo II d. C. comenzó a discutir sobre la base de la traducción griega, fue entonces que el judaísmo se desvinculó de la traducción, siguiendo los postulados del concilio o sínodo de Jamnia. 

Por otra parte, pocos de los padres de la Iglesia estaban familiarizados con el hebreo, así que leían sus Antiguos Testamentos en griego y construían sus homilías sobre este texto. 

Añadir, como ya se ha mencionado, que los escritores de los Evangelios a menudo citan a Jesús en griego y de acuerdo con la versión de los LXX, a pesar de que muy probablemente habló en arameo. 

Las comunidades cristianas comenzaron a usar las Escrituras griegas en foros públicos y esto generó ciertos conflictos, al usar la Biblia griega. 

Hay ejemplos, además, de la versión de los LXX utilizada por personas ajenas al cristianismo, con fines filosóficos e historiográficos. Por ejemplo, Numenio, escritor neoplatónico, o Flavio Josefo, entre otros. 

El vocabulario de la Torá griega siguió usándose en la traducción de libros posteriores y el impacto sociológico y lingüístico de la Septuaginta es relevante. Los primeros cristianos, de hecho, recibieron las Escrituras en su forma griega. 

Sigue siendo válida, hoy día, para los estudios bíblico-filológicos y teológicos, pues es un testigo principal del texto original hebreo del Antiguo Testamento. 

Es, igualmente, un testigo importante en relación con el estado del griego posclásico utilizado en la era helenística. 

La comprensión del koiné (lenguaje del Nuevo Testamento, además) en su conjunto y transformación se expande, igualmente, a través de la Septuaginta. 

Coadyuva, de igual modo, a entender el pensamiento judío en los siglos inmediatos a la venida de Cristo. 

Igualmente, una comprensión más profunda de las Santas Escrituras en los siglos posteriores exige, hasta cierto grado, un conocimiento previo de la versión de los LXX como fundamento del canon bíblico cristiano, así como en lo referenciado al Nuevo Testamento y a la relación judeo-cristiana de los primeros años del cristianismo. 

David Baró


Retratos es un libro de poemas que, a modo de pictóricos lienzos, eternizan el momento pasajero. En él se disecciona, metafóricamente, una sucesión de instantes congelados por siempre sobre el tiempo. Pequeños retazos en remembranza de fugaces sombras preteridas

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