Leyendo a Aristóteles: Formas de gobierno      

Vivimos en el reino de la desvirtuación. Todo se supedita a intereses particulares. Todo se maquilla tras eufemismos y extraños neologismos, en aras de espurios intereses personales. Todo se degrada y degenera. La virtud no está de moda; la sociedad se resiente. …

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Leyendo a Aristóteles: la felicidad        

En su Ética a Eudemo, Aristóteles afirma que hay tres cosas que contribuyen a la felicidad: la virtud, la prudencia y el placer. Y a las tres califica de bienes. En correlación, según el filósofo de Estagira, hay tres tipos de vida, por ende: la vida política, la vida filosófica y la vida del placer. Así, la filosofía tendría que ver con la prudencia y la vida contemplativa (en busca de la verdad); la vida de la política se ocuparía del ejercicio de la virtud y la acciones nobles en pro del interés general (la degeneración de la misma es más que notable); y la vida del placer, del goce y los deleites corporales (según parece, ha venido a ser la dominante). La felicidad, por tanto, tendría que ver con una de estas tres vidas. Sin embargo, el exceso y desfiguración de las mismas es notorio. La búsqueda de la trascendencia en relación con la vida contemplativa sería, pues, el camino o vía que, presumiblemente, podría realizar este anhelo humano, finalidad a la que tiende toda naturaleza racional. En esto consistiría su culminación. Y ello nos llevaría a la causa de las causas (a lo inmanente, o lo trascendente, más bien) —de la que depende todo—, a lo que Spinoza llamó, con cierta peculiaridad (siguiendo una larga tradición, no obstante), Natura naturans o Naturaleza naturante (sustancia absoluta, infinita y eterna en sí y por sí), de la que derivaría, en buena lógica, la naturaleza naturada, extensión y atributo de la anterior. De esto se hablará, tal vez, en futuras digresiones.  

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   Sobre la ficción    

La mejor obra de ficción literaria de la historia —probablemente— nos advierte sobre el peligro de las ficciones. Lo que pudiera parecer paradójico no lo es tanto si tenemos en consideración el leitmotiv de Cervantes al escribir el Quijote. El final del mismo es toda una declaración de principios y un serio aviso para osados lectores. La ficción puede ser, y de hecho lo es, muy estimulante, pero, fácilmente, puede llevar a perder el contacto con la realidad, en aras de un ensueño o delirio —sucedáneo o paraíso artificial alternativo— que, finalmente, acaba. Es una suerte de opiáceo, casi siempre placentero. Sin embargo, por muy agradable que sea, no deja de ser una fantasmagoría; una realidad virtual paralela. Agradable compañera de viajes que, no obstante, al fin, nos abandonará. Y la pregunta, lo trascendente, es: ¿y qué hallaremos tras despertar de ese acolchado sueño?…

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Ortega y la dialéctica histórica   

Las nuevas tecnologías, el relativo dominio de lo audiovisual, la desgana y falta de hábito lector, pueden, en cierto modo, esclarecer, hasta un grado razonable, los posibles porqués de los pésimos índices de lectura y el subsiguiente desconocimiento de saberes básicos y necesarios que acompaña a los mismos, amén de la fallida comprensión lectora. 

Aún así, el cine no ha quedado ni mucho menos indemne. El interés por el mismo de las nuevas generaciones es apenas un débil destello de ocasión, si lo comparamos con el mostrado, casi entusiasta, por las precedentes. Lo cierto es que el paradigma (como ya venimos diciendo respecto a la poesía) ha cambiado radicalmente. 

En definitiva, artes y oficios que hasta hace poco gozaban de muy buena salud, hoy languidecen, camino de una muerte más que posible. Su aparente transformación no implica, en principio, otra cosa, sino su propia defunción. 

Los libros, de hecho, van siendo cosa de museo (en eso se van convirtiendo esos idílicos reductos que llamamos bibliotecas; no tan idílicos ya). O a lo menos, los de la mayoría de los autores clásicos. Y el cine, arrasado por las plataformas, no es ni la sombra de lo que fue. Desierto o páramo, salvo contadas ocasiones. 

¿Marca el fin de algo mayor, indicio de decrepitud y declive definitivo, o tan sólo de ciertas formas de concebir el arte? 

El tiempo, a buen seguro, dará cumplida e ineludible respuesta.

David Baró

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¿Fin de partida?    

Las nuevas tecnologías, el relativo dominio de lo audiovisual, la desgana y falta de hábito lector, pueden, en cierto modo, esclarecer, hasta un grado razonable, los posibles porqués de los pésimos índices de lectura y el subsiguiente desconocimiento de saberes básicos y necesarios que acompaña a los mismos, amén de la fallida comprensión lectora. 

Aún así, el cine no ha quedado ni mucho menos indemne. El interés por el mismo de las nuevas generaciones es apenas un débil destello de ocasión, si lo comparamos con el mostrado, casi entusiasta, por las precedentes. Lo cierto es que el paradigma (como ya venimos diciendo respecto a la poesía) ha cambiado radicalmente. 

En definitiva, artes y oficios que hasta hace poco gozaban de muy buena salud, hoy languidecen, camino de una muerte más que posible. Su aparente transformación no implica, en principio, otra cosa, sino su propia defunción. 

Los libros, de hecho, van siendo cosa de museo (en eso se van convirtiendo esos idílicos reductos que llamamos bibliotecas; no tan idílicos ya). O a lo menos, los de la mayoría de los autores clásicos. Y el cine, arrasado por las plataformas, no es ni la sombra de lo que fue. Desierto o páramo, salvo contadas ocasiones. 

¿Marca el fin de algo mayor, indicio de decrepitud y declive definitivo, o tan sólo de ciertas formas de concebir el arte? 

El tiempo, a buen seguro, dará cumplida e ineludible respuesta.

David Baró

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Julio Llamazares     

Julio Llamazares, nacido en Vegamián, León, es un autor que de poeta  deviene en claro prosista, no exento su estilo, sin embargo, de un cierto barniz poético, como resina o herrumbre sedicente de la esquinada aspiración de antaño. 

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Lo bello y lo siniestro        

En Lo bello y lo siniestro, Eugenio Trías contrapone dos categorías estéticas. Para llevar a cabo su estudio, se vale de obras de arte (pictóricas y cinematográficas), llegando a significativas conclusiones. Categorías estéticas que, en el presente ensayo, se ejemplifican con dos pinturas de Botticelli y el film Vértigo, de Alfred Hitchcock. Y es que Trías habla de la belleza de la poesía y de la filosofía, y entiende la novela como protocine, de tal modo que el teatro sería, a su vez, protonovela.

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Nicanor Parra       

Poeta y físico, de familia de músicos y artistas, el chileno Nicanor Parra ha sido uno de los más importantes representantes de la poesía en español de las últimas décadas. Considerado el padre de la llamada antipoesía, su obra se ha traducido a diferentes idiomas. Su estilo evolucionó paulatinamente hasta llegar a esos llamados antipoemas. Diversos y dispares han sido los autores que influyeron en él (especialmente, autores anglosajones). Más de veinte poemarios a lo largo de los años y un buen puñado de inéditos son buena prueba de su ímproba labor creativa. Con graciosos guiños, incluso (Hojas de Parra, tituló uno de sus libros). 

En 2011 ganó el Premio Cervantes y fue candidato al Nobel en varias ocasiones.

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A propósito del Alcalde de Zalamea        

En su magnífica El alcalde de Zalamea, Calderón cierra el aparente dilema dramático con las siguientes palabras: «Al rey la hacienda y la vida / se ha de dar, pero el honor / es patrimonio del alma, / y el alma sólo es de Dios». Tristemente, olvidando esta sabia sentencia, muchos venden su alma a cualquiera y por cualquier precio; con frecuencia de baratillo, de hecho. 

Hoy, además, se atiende mucho a la salud física; cosa más que necesaria, sin duda. ¿Y para cuándo la parte anímica? La psicología algo ha explorado al respecto. La etimología griega da certeras pistas. La metafísica —desde Aristóteles, al menos— postula diversas opciones. 

Si hay enfermedad del cuerpo, así también la hay del alma. Todos hemos oído hablar alguna vez de lo psicosomático. Caras de una misma moneda, al fin. 

Recordemos las palabras del gran drama calderoniano. Es bueno tenerlo presente. Es bueno no olvidarlo. 

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Sobre lo moral y lo legal           

La diferencia entre lo legal y lo moral estriba en lo que acertadamente matizó con precisión Kant: lo heterónomo y lo autónomo. La ley que viene dada por otros es ley per vi; en tanto que la propia, la autónoma, es una autoimposición —voluntaria, por ende— en base a ese imperativo categórico moral que la razón pura demanda, dicta y dictamina. En realidad, está directamente relacionado con la ley natural, intrínseca, inherente a la propia conciencia (y de aquí, el derecho natural). Desde ese lógico presupuesto, las leyes heterónomas serían convenios generales posteriores a esa suprema e innata ley, y el Decálogo de antaño, consecuencia natural de la misma. De hecho, la distinción entre lo justo y lo injusto, igualmente, tiene que ver con ese criterio interno, inherente e innato. Un posible crisol, por tanto, para determinar el acierto, piedra de toque, de esas leyes heterónomas, sería su adecuación o no con la innata y previa ley moral (natural e individual) que, como bien apuntó Kant, debe ser, a su vez, universal (ya afirmó Aristóteles que las leyes han de estar fundadas en la razón). Nada nuevo, en cualquier caso. Aunque, eso sí, origen de muchos debates y digresiones no siempre moderadas. 

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