Augusto Monterroso II

Literatura  Española e Hispanoamericana del siglo XX clase del miércoles 2/04/2014

Profesora: Concha González

Augusto Monterroso II

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“Míster Taylor” de Obras completas y otros cuentos  (1959)

Augusto Monterroso - Obras Completas (y otros cuentos)-Menos rara, aunque sin duda más ejemplar -dijo entonces el otro-, es la historia de Mr. Percy Taylor, cazador de cabezas en la selva amazónica.

Se sabe que en 1937 salió de Boston, Massachusetts, en donde había pulido su espíritu hasta el extremo de no tener un centavo. En 1944 aparece por primera vez en América del Sur, en la región del Amazonas, conviviendo con los indígenas de una tribu cuyo nombre no hace falta recordar.

Por sus ojeras y su aspecto famélico pronto llegó a ser conocido allí como «el gringo pobre», y los niños de la escuela hasta lo señalaban con el dedo y le tiraban piedras cuando pasaba con su barba brillante bajo el dorado sol tropical. Pero esto no afligía la humilde condición de Mr. Taylor porque había leído en el primer tomo de las Obras Completas de William G. Knight que si no se siente envidia de los ricos la pobreza no deshonra.

En pocas semanas los naturales se acostumbraron a él y a su ropa extravagante. Además, como tenía los ojos azules y un vago acento extranjero, el Presidente y el Ministro de Relaciones Exteriores lo trataban con singular respeto, temerosos de provocar incidentes internacionales.

Tan pobre y mísero estaba, que cierto día se internó en la selva en busca de hierbas para alimentarse. Había caminado cosa de varios metros sin atreverse a volver el rostro, cuando por pura casualidad vio a través de la maleza dos ojos indígenas que lo observaban decididamente. Un largo estremecimiento recorrió la sensitiva espalda de Mr. Taylor. Pero Mr. Taylor, intrépido, arrostró el peligro y siguió su camino silbando como si nada hubiera pasado.

De un salto (que no hay para qué llamar felino) el nativo se le puso enfrente y exclamó:

-¿Buy head? Money, money.

A pesar de que el inglés no podía ser peor, Mr. Taylor, algo indispuesto, sacó en claro que el indígena le ofrecía en venta una cabeza de hombre, curiosamente reducida, que traía en la mano.

Es innecesario decir que Mr. Taylor no estaba en capacidad de comprarla; pero como aparentó no comprender, el indio se sintió terriblemente disminuido por no hablar bien el inglés, y se la regaló pidiéndole disculpas.

Grande fue el regocijo con que Mr. Taylor regresó a su choza. Esa noche, acostado boca arriba sobre la precaria estera de palma que le servía de lecho, interrumpido tan solo por el zumbar de las moscas acaloradas que revoloteaban en torno haciéndose obscenamente el amor, Mr. Taylor contempló con deleite durante un buen rato su curiosa adquisición. El mayor goce estético lo extraía de contar, uno por uno, los pelos de la barba y el bigote, y de ver de frente el par de ojillos entre irónicos que parecían sonreírle agradecidos por aquella deferencia.

Hombre de vasta cultura, Mr. Taylor solía entregarse a la contemplación; pero esta vez en seguida se aburrió de sus reflexiones filosóficas y dispuso obsequiar la cabeza a un tío suyo, Mr. Rolston, residente en Nueva York, quien desde la más tierna infancia había revelado una fuerte inclinación por las manifestaciones culturales de los pueblos hispanoamericanos.

Pocos días después el tío de Mr. Taylor le pidió -previa indagación sobre el estado de su importante salud- que por favor lo complaciera con cinco más. Mr. Taylor accedió gustoso al capricho de Mr. Rolston y -no se sabe de qué modo- a vuelta de correo «tenía mucho agrado en satisfacer sus deseos». Muy reconocido, Mr. Rolston le solicitó otras diez. Mr. Taylor se sintió «halagadísimo de poder servirlo». Pero cuando pasado un mes aquél le rogó el envío de veinte, Mr. Taylor, hombre rudo y barbado pero de refinada sensibilidad artística, tuvo el presentimiento de que el hermano de su madre estaba haciendo negocio con ellas.

Bueno, si lo quieren saber, así era. Con toda franqueza, Mr. Rolston se lo dio a entender en una inspirada carta cuyos términos resueltamente comerciales hicieron vibrar como nunca las cuerdas del sensible espíritu de Mr. Taylor.

De inmediato concertaron una sociedad en la que Mr. Taylor se comprometía a obtener y remitir cabezas humanas reducidas en escala industrial, en tanto que Mr. Rolston las vendería lo mejor que pudiera en su país.

Los primeros días hubo algunas molestas dificultades con ciertos tipos del lugar. Pero Mr. Taylor, que en Boston había logrado las mejores notas con un ensayo sobre Joseph Henry Silliman, se reveló como político y obtuvo de las autoridades no sólo el permiso necesario para exportar, sino, además, una concesión exclusiva por noventa y nueve años. Escaso trabajo le costó convencer al guerrero Ejecutivo y a los brujos Legislativos de que aquel paso patriótico enriquecería en corto tiempo a la comunidad, y de que luego estarían todos los sedientos aborígenes en posibilidad de beber (cada vez que hicieran una pausa en la recolección de cabezas) de beber un refresco bien frío, cuya fórmula mágica él mismo proporcionaría.

Cuando los miembros de la Cámara, después de un breve pero luminoso esfuerzo intelectual, se dieron cuenta de tales ventajas, sintieron hervir su amor a la patria y en tres días promulgaron un decreto exigiendo al pueblo que acelerara la producción de cabezas reducidas.

Contados meses más tarde, en el país de Mr. Taylor las cabezas alcanzaron aquella popularidad que todos recordamos. Al principio eran privilegio de las familias más pudientes; pero la democracia es la democracia y, nadie lo va a negar, en cuestión de semanas pudieron adquirirlas hasta los mismos maestros de escuela.

Un hogar sin su correspondiente cabeza teníase por un hogar fracasado. Pronto vinieron los coleccionistas y, con ellos, las contradicciones: poseer diecisiete cabezas llegó a ser considerado de mal gusto; pero era distinguido tener once. Se vulgarizaron tanto que los verdaderos elegantes fueron perdiendo interés y ya sólo por excepción adquirían alguna, si presentaba cualquier particularidad que la salvara de lo vulgar. Una, muy rara, con bigotes prusianos, que perteneciera en vida a un general bastante condecorado, fue obsequiada al Instituto Danfeller, el que a su vez donó, como de rayo, tres y medio millones de dólares para impulsar el desenvolvimiento de aquella manifestación cultural, tan excitante, de los pueblos hispanoamericanos.

Mientras tanto, la tribu había progresado en tal forma que ya contaba con una veredita alrededor del Palacio Legislativo. Por esa alegre veredita paseaban los domingos y el Día de la Independencia los miembros del Congreso, carraspeando, luciendo sus plumas, muy serios, riéndose, en las bicicletas que les había obsequiado la Compañía.

Pero, ¿que quieren? No todos los tiempos son buenos. Cuando menos lo esperaban se presentó la primera escasez de cabezas.

Entonces comenzó lo más alegre de la fiesta.

Las meras defunciones resultaron ya insuficientes. El Ministro de Salud Pública se sintió sincero, y una noche caliginosa, con la luz apagada, después de acariciarle un ratito el pecho como por no dejar, le confesó a su mujer que se consideraba incapaz de elevar la mortalidad a un nivel grato a los intereses de la Compañía, a lo que ella le contestó que no se preocupara, que ya vería cómo todo iba a salir bien, y que mejor se durmieran.

Para compensar esa deficiencia administrativa fue indispensable tomar medidas heroicas y se estableció la pena de muerte en forma rigurosa.

Los juristas se consultaron unos a otros y elevaron a la categoría de delito, penado con la horca o el fusilamiento, según su gravedad, hasta la falta más nimia.

Incluso las simples equivocaciones pasaron a ser hechos delictuosos. Ejemplo: si en una conversación banal, alguien, por puro descuido, decía «Hace mucho calor», y posteriormente podía comprobársele, termómetro en mano, que en realidad el calor no era para tanto, se le cobraba un pequeño impuesto y era pasado ahí mismo por las armas, correspondiendo la cabeza a la Compañía y, justo es decirlo, el tronco y las extremidades a los dolientes.

La legislación sobre las enfermedades ganó inmediata resonancia y fue muy comentada por el Cuerpo Diplomático y por las Cancillerías de potencias amigas.

De acuerdo con esa memorable legislación, a los enfermos graves se les concedían veinticuatro horas para poner en orden sus papeles y morirse; pero si en este tiempo tenían suerte y lograban contagiar a la familia, obtenían tantos plazos de un mes como parientes fueran contaminados. Las víctimas de enfermedades leves y los simplemente indispuestos merecían el desprecio de la patria y, en la calle, cualquiera podía escupirle el rostro. Por primera vez en la historia fue reconocida la importancia de los médicos (hubo varios candidatos al premio Nóbel) que no curaban a nadie. Fallecer se convirtió en ejemplo del más exaltado patriotismo, no sólo en el orden nacional, sino en el más glorioso, en el continental.

Con el empuje que alcanzaron otras industrias subsidiarias (la de ataúdes, en primer término, que floreció con la asistencia técnica de la Compañía) el país entró, como se dice, en un periodo de gran auge económico. Este impulso fue particularmente comprobable en una nueva veredita florida, por la que paseaban, envueltas en la melancolía de las doradas tardes de otoño, las señoras de los diputados, cuyas lindas cabecitas decían que sí, que sí, que todo estaba bien, cuando algún periodista solícito, desde el otro lado, las saludaba sonriente sacándose el sombrero.

Al margen recordaré que uno de estos periodistas, quien en cierta ocasión emitió un lluvioso estornudo que no pudo justificar, fue acusado de extremista y llevado al paredón de fusilamiento. Sólo después de su abnegado fin los académicos de la lengua reconocieron que ese periodista era una de las más grandes cabezas del país; pero una vez reducida quedó tan bien que ni siquiera se notaba la diferencia.

¿Y Mr. Taylor? Para ese tiempo ya había sido designado consejero particular del Presidente Constitucional. Ahora, y como ejemplo de lo que puede el esfuerzo individual, contaba los miles por miles; mas esto no le quitaba el sueño porque había leído en el último tomo de las Obras completas de William G. Knight que ser millonario no deshonra si no se desprecia a los pobres.

Creo que con ésta será la segunda vez que diga que no todos los tiempos son buenos. Dada la prosperidad del negocio llegó un momento en que del vecindario sólo iban quedando ya las autoridades y sus señoras y los periodistas y sus señoras. Sin mucho esfuerzo, el cerebro de Mr. Taylor discurrió que el único remedio posible era fomentar la guerra con las tribus vecinas. ¿Por qué no? El progreso.

Con la ayuda de unos cañoncitos, la primera tribu fue limpiamente descabezada en escasos tres meses. Mr. Taylor saboreó la gloria de extender sus dominios. Luego vino la segunda; después la tercera y la cuarta y la quinta. El progreso se extendió con tanta rapidez que llegó la hora en que, por más esfuerzos que realizaron los técnicos, no fue posible encontrar tribus vecinas a quienes hacer la guerra.

Fue el principio del fin.

Las vereditas empezaron a languidecer. Sólo de vez en cuando se veía transitar por ellas a alguna señora, a algún poeta laureado con su libro bajo el brazo. La maleza, de nuevo, se apoderó de las dos, haciendo difícil y espinoso el delicado paso de las damas. Con las cabezas, escasearon las bicicletas y casi desaparecieron del todo los alegres saludos optimistas.

El fabricante de ataúdes estaba más triste y fúnebre que nunca. Y todos sentían como si acabaran de recordar de un grato sueño, de ese sueño formidable en que tú te encuentras una bolsa repleta de monedas de oro y la pones debajo de la almohada y sigues durmiendo y al día siguiente muy temprano, al despertar, la buscas y te hallas con el vacío.

Sin embargo, penosamente, el negocio seguía sosteniéndose. Pero ya se dormía con dificultad, por el temor a amanecer exportado.

En la patria de Mr. Taylor, por supuesto, la demanda era cada vez mayor. Diariamente aparecían nuevos inventos, pero en el fondo nadie creía en ellos y todos exigían las cabecitas hispanoamericanas.

Fue para la última crisis. Mr. Rolston, desesperado, pedía y pedía más cabezas. A pesar de que las acciones de la Compañía sufrieron un brusco descenso, Mr. Rolston estaba convencido de que su sobrino haría algo que lo sacara de aquella situación.

Los embarques, antes diarios, disminuyeron a uno por mes, ya con cualquier cosa, con cabezas de niño, de señoras, de diputados. De repente cesaron del todo.

Un viernes áspero y gris, de vuelta de la Bolsa, aturdido aún por la gritería y por el lamentable espectáculo de pánico que daban sus amigos, Mr. Rolston se decidió a saltar por la ventana (en vez de usar el revólver, cuyo ruido lo hubiera llenado de terror) cuando al abrir un paquete del correo se encontró con la cabecita de Mr. Taylor, que le sonreía desde lejos, desde el fiero Amazonas, con una sonrisa falsa de niño que parecía decir: «Perdón, perdón, no lo vuelvo a hacer.»

“Sinfonía concluida” de Obras completas y otros cuentos (1959)

—Yo podría contar—terció el gordo atropelladamente—que hace tres años en Guatemala un viejito organista de una iglesia de barrio me refirió que por 1929 cuando le encargaron clasificar los papeles de música de La Merced se encontró de pronto unas hojas raras que intrigado se puso a estudiar con el cariño de siempre y que como las acotaciones estuvieran escritas en alemán le costó bastante darse cuenta de que se trataba de los dos movimientos finales de la Sinfonía inconclusa así que ya podía yo imaginar su emoción al ver bien clara la firma de Schubert y que cuando muy agitado salió corriendo a la calle a comunicar a los demás su descubrimiento todos dijeron riéndose que se había vuelto loco y que si quería tomarles el pelo pero que como él dominaba su arte y sabía con certeza que los dos movimientos eran tan excelentes como los primeros no se arredró y antes bien juró consagrar el resto de su vida a obligarlos a confesar la validez del hallazgo por lo que de ahí en adelante se dedicó a ver metódicamente a cuanto músico existía en Guatemala con tan mal resultado que después de pelearse con la mayoría de ellos sin decir nada a nadie y mucho menos a su mujer vendió su casa para trasladarse a Europa y que una vez en Viena pues peor porque no iba a ir decían un Leiermann guatemalteco a enseñarles a localizar obras perdidas y mucho menos de Schubert cuyos especialistas llenaban la ciudad y que qué tenían que haber ido a hacer esos papeles tan lejos hasta que estando ya casi desesperado y sólo con el dinero del pasaje de regreso conoció a una familia de viejitos judíos que habían vivido en Buenos Aires y hablaban español los que lo atendieron muy bien y se pusieron nerviosísimos cuando tocaron como Dios les dio a entender en su piano en su viola y en su violín los dos movimientos y quienes finalmente cansados de examinar los papeles por todos lados y de olerlos y de mirarlos al trasluz por una ventana se vieron obligados a admitir primero en voz baja y después a gritos ¡son de Schubert son de Schubert! y se echaron a llorar con desconsuelo cada uno sobre el hombro del otro como si en lugar de haberlos recuperado los papeles se hubieran perdido en ese momento y que yo me asombrara de que todavía llorando si bien ya más calmados y luego de hablar aparte entre sí y en su idioma trataron de convencerlo frotándose las manos de que los movimientos a pesar de ser tan buenos no añadían nada al mérito de la sinfonía tal como ésta se hallaba y por el contrario podía decirse que se lo quitaban pues la gente se había acostumbrado a la leyenda de que Schubert los rompió o no los intentó siquiera seguro de que jamás lograría superar o igualar la calidad de los dos primeros y que la gracia consistía en pensar si así son el alegro y el andante cómo serán el scherzo y el allegro ma non troppo y que si él respetaba y amaba de veras la memoria de Schubert lo más inteligente era que les permitiera guardar aquella música porque además de que se iba a entablar una polémica interminable el único que saldría perdiendo sería Schubert y que entonces convencido de que nunca conseguiría nada entre los filisteos ni menos aún con los admiradores de Schubert que eran peores se embarcó de vuelta a Guatemala y que durante la travesía una noche en tanto la luz de la luna daba de lleno sobre el espumoso costado del barco con la más profunda melancolía y harto de luchar con los malos y hasta no estar bien cierto de que ya nunca nadie los encontraría de nuevo al mismo tiempo—finalizó el gordo con cierto tono de afectada tristeza— que gruesas lágrimas quemaban sus mejillas y mientras pensaba con amargura que ni él ni su patria podrían reclamar laa gloria de haber devuelto al mundo unas páginas que el mundo hubiera recibido con tanta alegría pero que el mundo con tanto sentido común rechazaba.

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Augusto Monterroso - La Oveja Negra

La oveja negra” La oveja negra y demás fábulas (1969)

En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra. Fue fusilada. Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque. Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.

“El espejo que no podía dormir” La oveja negra y demás fábulas (1969)

Había una vez un espejo de mano que cuando se quedaba solo y nadie se veía en él se sentía de lo peor, como que no existía, y quizá tenía razón; pero los otros espejos se burlaban de él, y cuando por las noches los guardaban en el mismo cajón del tocador dormían a pierna suelta satisfechos, ajenos a la preocupación del neurótico.

“La mosca que soñaba que era un águila” La oveja negra y demás fábulas (1969)

Había una vez una Mosca que todas las noches soñaba que era un Águila y que se encontraba volando por los Alpes y por los Andes.  En los primeros momentos esto la volvía loca de felicidad; pero pasado un tiempo le causaba una sensación de angustia, pues hallaba las alas demasiado grandes, el cuerpo demasiado pesado, el pico demasiado duro y las garras demasiado fuertes; bueno, que todo ese gran aparato le impedía posarse a gusto sobre los ricos pasteles o sobre las inmundicias humanas, así como sufrir a conciencia dándose topes contra los vidrios de su cuarto. En realidad no quería andar en las grandes alturas o en los espacios libres, ni mucho menos. Pero cuando volvía en sí lamentaba con toda el alma no ser un Águila para remontar montañas, y se sentía tristísima de ser una Mosca, y por eso volaba tanto, y estaba tan inquieta, y daba tantas vueltas, hasta que lentamente, por la noche, volvía a poner las sienes en la almohada.

“Pigmalión” La oveja negra y demás fábulas (1969) 

En la antigua Grecia existió hace mucho tiempo un poeta llamado Pigmalión que se dedicaba a construir estatuas tan perfectas que sólo les faltaba hablar. Una vez terminadas, él les enseñaba muchas de las cosas que sabía: literatura en general, poesía en particular, un poco de política, otro poco de música y, en fin, algo de hacer bromas y chistes y salir adelante en cualquier conversación. Cuando el poeta juzgaba que ya estaban preparadas, las contemplaba satisfecho durante unos minutos y como quien no quiere la cosa, sin ordenárselo ni nada, las hacía hablar. Desde ese instante las estatuas se vestían y se iban a la calle y en la calle o en la casa hablaban sin parar de cuanto hay.  El poeta se complacía en su obra y las dejaba hacer, y cuando venían visitas se callaba discretamente (lo cual le servía de alivio) mientras su estatua entretenía a todos, a veces a costa del poeta mismo, con las anécdotas más graciosas. Lo bueno era que llegaba un momento en que las estatuas, como suele suceder, se creían mejores que su creador, y comenzaban a maldecir de él. Discurrían que si ya sabían hablar, ahora sólo les faltaba volar, y empezaban a hacer ensayos con toda clase de alas, inclusive las de cera, desprestigiadas hacía poco en una aventura infortunada. En ocasiones realizaban un verdadero esfuerzo, se ponían rojas, y lograban elevarse dos o tres centímetros, altura que, por supuesto, las mareaba, pues no estaban hechas para ella. Algunas, arrepentidas, desistían de esto y volvían a conformarse con poder hablar y marear a los demás. Otras, tercas, persistían en su afán, y los griegos que pasaban por allí las imaginaban locas al verlas dar continuamente aquellos saltitos que ellas consideraban vuelo. Otras más concluían que el poeta era el causante de todos sus males, saltaran o simplemente hablaran, y trataban de sacarle los ojos. A veces el poeta se cansaba, les daba una patada en el culo, y ellas caían en forma de pequeños trozos de mármol.

El grillo maestro La oveja negra y demás fábulas (1969)

Allá en tiempos muy remotos, un día de los más calurosos del invierno, el Director de la Escuela entró sorpresivamente al aula en que el Grillo daba a los Grillitos su clase sobre el arte de cantar, precisamente en el momento de la exposición en que les explicaba que la voz del Grillo era la mejor y la más bella entre todas las voces, pues se producía mediante el adecuado frotamiento de las alas contra los costados, en tanto que los pájaros cantaban tan mal porque se empeñaban en hacerlo con la garganta, evidentemente el órgano del cuerpo humano menos indicado para emitir sonidos dulces y armoniosos.

Al escuchar aquello, el Director, que era un Grillo muy viejo y muy sabio, asintió varias veces con la cabeza y se retiró, satisfecho de que en la Escuela todo siguiera como en sus tiempos.

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Las criadas” Movimiento perpetuo (1972)                                                       

Augusto Monterroso - Movimento PerpetuoAmo a las sirvientas por irreales, porque se van, porque no les gusta obedecer, porque encarnan los últimos vestigios del trabajo libre y la contratación voluntaria y no tienen seguro ni prestaciones ni (sic); porque como fantasmas de una raza extinguida llegan, se meten a las casas, husmean, escarban, se asoman a los abismos de nuestros mezquinos secretos leyendo en los restos de las tazas de café o de las copas de vino, en las colillas, o sencillamente introduciendo sus miradas furtivas y sus ávidas manos en los armarios, debajo de las almohadas, o recogiendo los pedacitos de los papeles rotos y el eco de nuestros pleitos, en tanto sacuden y barren nuestras porfiadas miserias y las sobras de nuestros odios cuando se quedan solas toda la mañana cantando triunfalmente; porque son recibidas como anunciaciones en el momento en que aparecen con su caja de Nescafé o de Kellog’s llena de ropa y de peines y de mínimos espejos cubiertos todavía con el polvo de la última irrealidad en que se movieron; porque entonces a todo dicen que sí y parece que ya nunca nos faltará su mano protectora; porque finalmente deciden marcharse como vinieron pero con un conocimiento más profundo de los seres humanos, de la comprensión y la solidaridad; porque son los últimos representantes del Mal y porque nuestras señoras no saben qué hacer sin el Mal y se aferran a él y le ruegan que por favor no abandone esta tierra; porque son los únicos seres que nos vengan de los agravios de estas mismas señoras yéndose simplemente, recogiendo otra vez sus ropas de colores, sus cosas, sus frascos de crema de tercera clase ocupados ahora con crema de primera, ahora un poquito sucia, fruto de sus inhábiles hurtos. Me voy, les dicen vigorosamente llenando una vez más sus cajas de cartón. Pero por qué. Porque sí (¡oh libertad inefable!) Y allá van, ángeles malignos, en busca de nuevas aventuras, de una nueva casa, de un nuevo catre, de un nuevo lavadero, de una nueva señora que no pueda vivir sin ellas y las ame; planeando una nueva vida, negándose al agradecimiento por lo bien que las trataron cuando se enfermaron y les dieron amorosamente su aspirina por temor de que al otro día no pudieran lavar los platos, que es lo que en verdad cansa, hacer la comida no cansa. Amo verlas llegar, llamar, sonreír, entrar, decir que sí; pero no, siempre resistiéndose a encontrar a su Mary Poppins-Señora que les resuelva todos los problemas, los de sus papás, los de sus hermanos menores y mayores, entre los cuales uno las violó en su oportunidad; que por las noches les enseñe en la cama a cantar do-re-mi, do-re-mi hasta que se queden dormidas con el pensamiento puesto dulcemente en los platos de mañana sumergidos en una nueva ola de espuma de detergente fab-sol-la-si, y les acaricie con ternura el cabello y se aleje sin hacer ruido, de puntillas, y apague la luz en el último momento antes de abandonar la recámara de contornos vagamente irreales.

Discurso de recepción del premio
Príncipe de Asturias 2000
Augusto Monterroso
Deseo, ante todo, dar las más cumplidas gracias al honorable Jurado que me concedió este Premio Príncipe de Asturias de las Letras, correspondiente al año 2000. Sin su benevolencia, por no decir su valentía, no estaría yo hoy en situación que tanto me honra, ni junto a tan destacados artistas, hombres de ciencia, dignatarios y académicos de diversas nacionalidades, igualmente premiados, a quienes saludo con mi admiración y respeto.En la prensa de estos días se ha dicho que en mí se premiaba no sólo a un escritor centroamericano, sino también un género literario, el cuento, un género que ha venido siendo relegado por las grandes editoriales, por algunos críticos, y aun por los mismos lectores. Pues bien, no tiene nada de extraño que así suceda. Las leyes del mercado son inexorables, y no somos los escritores de cuentos ni los poetas -hermanos en este negativo destino- quienes vamos a cambiarlas. Pero como decía el Eclesiastés refiriéndose a la Tierra, generación va y generación viene: mas el cuento siempre permanece.Comoquiera que sea, es cierto que prácticamente toda mi obra ha consistido en el acercamiento a dos especialidades hoy alejadas de los reflectores y el bullicio, si bien nada modestas en cuanto a su prosapia: el cuento y el ensayo personal, variando en ocasiones de tal manera sus formas y sentido que algunos comentaristas hablan, refiriéndose a aquélla, de transposición de géneros, cuando no de invasión de unos a otros, lo que vendría a dar un nuevo sesgo a nuestros acostumbrados modos de expresión literaria. Algo se ha dicho también de la brevedad en esta obra, y, como si lo anterior fuera poco, del humor y la ironía en ella, haciendo que yo me pregunte: ¿de verdad cabrá todo eso en el reducido espacio que ocupa? Bueno, el campo de la literatura es tan amplio que en él caben hasta las cosas más pequeñas.No he pretendido nunca erigirme en defensor del cuento común, o del cuento brevísimo, ni mucho menos en detractor de las novelas, cortas o largas, que me han deleitado y enseñado tanto desde Cervantes a Flaubert y Tolstoi y Joyce; es más, en diversas ocasiones he confesado que aprendí a ser breve leyendo a Proust. El cuento se defiende solo. Por otra parte, no soy un teórico, y sé que a pesar de innumerables tentativas de definición aventuradas por los que saben, hoy día es un problema insoluble establecer lo que constituye un cuento. No obstante, ciertos cuentistas aún no se han enterado de su evolución, y al escribirlos todavía siguen el cumplimiento de antiguas reglas, como aquella de la exposición, el nudo y el desenlace, cuando no la del final sorpresivo; y hay quienes piensan con honestidad que el cuento es un género intrascendente y entonces los escriben -declaran-, a manera de descanso entre su verdadera labor creativa, es decir, sus importantes novelas. Y tampoco seré yo quien trate de sacarlos de esta idea. La verdad es que en este idioma nuestro basta pensar hoy en Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti o Julio Cortázar para formarse una idea de lo lejos que estamos ya del cuento convencional.

En 1992 Barbara Jacobs y yo publicamos en España una Antología del cuento triste. Toda vez que la tarde en que lo escribimos estábamos más bien taciturnos, nos permitimos aseverar en el Prólogo: «La vida es triste. Si es verdad que en un buen cuento se encuentra toda la vida, y si la vida es triste, un buen cuento será siempre un cuento triste». No pocos reaccionaron en contra de este pensamiento tan claramente melancólico; y yo no sé si la vida es triste para todos -cosa que dejo a los expertos-; pero se da la circunstancia de que los cuentos que escogimos, casi al azar de nuestras respectivas memorias, no sólo son tristes de verdad sino que resultaron ser obra de algunos de los mejores y más profundos escritores del último siglo y medio, como lo pueden ser desde Herman Melville y William Faulkner, o Leopoldo Alas «Clarín», hasta Salarrué y Juan Rulfo, pasando por James Joyce, Thomas Mann y Corrado Alvaro, quienes retrataron vívidamente el hondo dramatismo que encierran las existencias cotidianas de hombres y mujeres de cualquier país, pobre o rico, del centro de Europa o del centro de América, a través de este género, que en sus breves dimensiones y su aparente humildad recoge la vida con penetración, verdad y belleza.

Quisiera considerar también este Premio un reconocimiento a la literatura centroamericana, de la que, guatemalteco, formo parte. Centroamérica, como bien pudiera haber dicho Eduardo Torres, ha sido siempre vencida, tanto por los elementos como por las naves enemigas: me refiero a los desastres naturales de los últimos años, y a los económicos y políticos a que nos han sometido los intereses de poderosas compañías extranjeras productoras de ese fruto por el que nuestros países son llamados repúblicas bananeras. Pero es mi deber señalar una vez más que a lo largo de los siglos no ha sido sólo plátano lo que producimos. Recordaré que nuestros ancestros mayas, refinados astrónomos y matemáticos que inventaron el cero antes que otras grandes civilizaciones, tuvieron su propia cosmogonía en lo que hoy conocemos con el nombre de Popol Vuh, el libro nacional de los quichés, mitológico y poético y misterioso; a Rafael Landívar, autor de la Rusticatio mexicana, el mejor poema neolatino del siglo XVIII; a José Batres Montúfar, cuentista satírico en verso, cuyas octavas reales vienen en línea directa de Ariosto y de Casti y cierran brillantemente la narrativa mundial en esta estrofa; y, por último, para no acercarme peligrosamente a nuestro tiempo, a Rubén Darío, renovador del lenguaje poético en español como no lo había habido desde los tiempos de Góngora y Garcilaso de la Vega.

Tres herencias, la indígena, la latina y la española, que la mayoría de los escritores centroamericanos, estoy seguro, tratamos de merecer, pero también, ¿por qué no?, de mantener y acrecentar con dignidad y decoro.

En un momento de optimismo manifesté hace algunos años, en ocasión parecida a ésta, que mi ideal último como escritor consistía en ocupar algún día en el futuro media página en el libro de lectura de una escuela primaria de mi país. Acaso esto sea el máximo de inmortalidad a que pueda aspirar un escritor. Estoy seguro de que haber sido merecedor de este Premio Príncipe de Asturias de las Letras, contribuirá en gran medida a que aquel deseo, más vanidoso de lo que parece, se convierta en realidad.

Muchas gracias.

Oviedo, España, 31 de mayo del 2000

Discurso de recepción del premio Príncipe de Asturias 2000 Augusto Monterroso en PDF