LA SIRENA ESCAMADA
La sirena era una criatura que tenía de mujer lo menos útil y de pez lo menos aprovechable. En vista de lo cual, no hubo otra alternativa que dejársela a los poetas, las únicas personas capaces de sacarle algún partido a un ser que no ofrecía ningunas perspectivas ni como esposa amantísima ni como complemento del almuerzo. Una sirena, por su lado humano y desprovista de la fronda retórica, no sería sino una buena señora en una silla de ruedas. Se le vería salir al parque, en las tardes de diciembre, a tomar el sol, después de una larga temporada de vacaciones en la alberca del patio. Miraría con tristeza a los niños en sus triciclos o en sus patines y apenas con un resentido sentimiento de superioridad a las damas que, en un banco, estuvieran remendando las medias. La sirena sería una solterona inválida, a quien el estado debería compensar con una pensión mensual la desgracia de ser mujer hasta donde no vale la pena y de ser pez desde donde serlo empieza a ser un serio inconveniente. A los dieciséis años, se le vería pasar en su silla de ruedas, cubierta de la cintura para abajo con un edredón a cuadros, y se diría: “¡Qué lástima, ser inválida con esa cara!”.
Y al fin y al cabo, castigada por su femineidad cerebral, se le vería morir de desesperación e impotencia frente a una zapatería. Si se considerara por el lado contrario, como pez, la sirena sería completamente inoperante. Sería lo suficientemente inteligente como para no morder el anzuelo y lo suficientemente torpe como para sentarse a cantarle a los navegantes, sin tener en realidad nada efectivo que ofrecerles. Con semejante inutilidad, lo más prudente que habían podido hacer era lo que hicieron: desaparecer. Ahora se informa, en un cable fechado en Viena, que por aquellos lados nació una criatura que al menos en su conformación anatómica era una sirena. Cabeza, brazos y pecho de mujer y cola de pez. Claro que no respiró un solo segundo el aire de los mortales, sino que se vino prudentemente muerta desde su oscuro período pre-natal. Pero de todos modos, cumplió a cabalidad con todos los requisitos que en los tiempos modernos debe llenar una sirena que se respeta: tener medio cuerpo de mujer, medio de pez y estar muerta. Lo demás lo harán los poetas. Y después de todo, por muy mal que lo hagan no tendría nada de extraño que lo hicieran mejor que ciertos columnistas de periódico que una tarde cualquiera se sientan a escribir sobre las sirenas, y no logran hacer ni siquiera una nota mediocre.
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (Aracataca, 6 de marzo de 1927 – México, D. F., 17 de abril de 2014)
EL SILENCIO DE LAS SIRENAS
Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación. He aquí la prueba:
Para protegerse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con alegría inocente.
Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas.
En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción.
Ulises (para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él estaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas.
Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.
Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día. Pero ellas permanecieron y Ulises escapó.
La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.
FRANZ KAFKA (Praga, Imperio austrohúngaro, 3 de julio de 1883 – Kierling, Austria , 3 de junio de 1924)