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Club de lectura: La sonrisa etrusca de José Luis Sampedro

Lunes, 11 de junio de 2018 18h

La sonrisa etrusca de José Luis Sampedro

(Pueden tomarse prestados en la biblioteca del Instituto Cervantes de Milán o descargarlo de la aplicación Libros-e del Institutos Cervantes)

Si necesitáis ayuda con la descarga del libro electrónico, no dudéis en consultar Ana Lopez en la biblioteca.

Club de lectura
Coordinador:

Jean Claude Fonder

Biblioteca del Instituto Cervantes, via Dante, 12, primer piso


.

Articulo de EL PAÍS por la publicación del libro.

PEDRO SORELA
Madrid 27 MAY 1985
Se conmueve cuando se le dice que su nuevo libro, La sonrisa etrusca, parece escrito con vocación de sencillez y fuerza. «Escribo con una pasión enorme», dice José Luis Sampedro. «La pasión de expresarme. En el libro no hay trucos literarios. Está escrito con la máxima sencillez que he podido alcanzar». La novela de este hombre descomplicado y entusiasta, que se tiene por un buen constructor de historias, trata de un viejo partisano calabrés que viaja a Milán para ver al médico y descubre a su nieto, y a través de él vuelve a vivir. José María Caballero Bonald y Luis Carandell presentarán La sonrisa etrusca esta tarde en la Sociedad General de Autores de España.

Vive a cien pasos de la Gran Vía, en un ático grande y luminoso lleno de silencio, con una terraza algo silvestre, y entre sus cuadros figura un retrato suyo hecho por Mompou en 1957 en el que aparece con un sombrero de paja comprado en el Rastro por dos pesetas un día de calor exagerado, y el gancho del arrastre de barcas de El río que nos lleva. Cuando en 1983 terminó, al fin, Octubre, octubre, después de 19 años de esfuerzo, Sampedro eligió entre sus múltiples ideas la de contar La sonrisa etrusca: la historia de un viejo campesino calabrés que viaja a Milán para que un médico le confirme lo que intuye. El ahogo que la ciudad produce en ese hombre libre quedará compensado por el descubrimiento de su nieto, Bruno, que inspira los fragmentos más cristalinos de un relato ya de por sí transparente como fue el propósito: escribir algo como La historia de la Orden de San Jerónimo, de José de Sigüenza, de la que oyó hablar en páginas de Miguel de Unamuno. Ahí aparece un manantial que el escritor retuvo en la memoria durante 40 años y que le ha guiado para el tono del libro. «No hay trucos literarios. Está escrito con la máxima sencillez que he podido alcanzar. A lo que juego es a que haya toda la ternura posible con toda la transparencia posible».

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FRAGMENTO

En el museo romano de Villa Giulia el guardián de la Sección Quinta continúa su ronda. Acabado ya el verano y, con él, las manadas de turistas, la vigilancia vuelve a ser aburrida; pero hoy anda intrigado por cierto visitante y torna hacia la saleta de Los Esposos con creciente curiosidad. «¿Estará todavía?», se pregunta, acelerando el paso hasta asomarse a la puerta.
Está. Sigue ahí, en el banco frente al gran sarcófago etrusco de terracota, centrado bajo la bóveda: esa joya del museo exhibida, como en un estuche, en la saleta entelada en ocre para imitar la cripta originaria.
Sí, ahí está. Sin moverse desde hace media hora, como si él también fuese una figura resecada por el fuego y los siglos. El sombrero marrón y el curtido rostro componen un busto de arcilla, emergiendo de la camisa blanca sin corbata, al uso de los viejos de allá abajo, en las montañas del Sur: Apulia o, más bien, Calabria.
«¿Qué verá en esa estatua?», se pregunta el guardián. Y, como no comprende, no se atreve a retirarse por si de repente ocurre algo, ahí, esta mañana que comenzó como todas y ha resultado tan distinta. Pero tampoco se atreve a entrar, retenido por inexplicable respeto. Y continúa en la puerta mirando al viejo que, ajeno a su presencia, concentra su mirada en el sepulcro, sobre cuya tapa se reclina la pareja humana.
La mujer, apoyada en su codo izquierdo, el cabello en dos trenzas cayendo sobre sus pechos, curva exquisitamente la mano derecha acercándola a sus labios pulposos. A su espalda el hombre, igualmente recostado, barba en punta bajo la boca faunesca, abarca el talle femenino con su brazo derecho. En ambos cuerpos el rojizo tono de la arcilla quiere delatar un trasfondo sanguíneo invulnerable al paso de los siglos. Y bajo los ojos alargados, orientalmente oblicuos, florece en los rostros una misma sonrisa indescriptible: sabia y enigmática, serena y voluptuosa.
Focos ocultos iluminan con dinámico arte las figuras, dándoles un claroscuro palpitante de vida. Por contraste, el viejo inmóvil en la penumbra resulta estatua a los ojos del guardián. «Como cosa de magia», piensa éste sin querer. Para tranquilizarse, decide persuadirse de que todo es natural: «El viejo está cansado y, como pagó la entrada, se ha sentado ahí para aprovecharla. Así es la gente del campo.» Al rato, como no ocurre nada, el guardián se aleja.
Su ausencia adensa el aire de la cripta en torno a sus tres habitantes: el viejo y la pareja. El tiempo se desliza…
Quiebra ese aire un hombre joven, acercándose al viejo:
—¡Por fin, padre! Vámonos. Siento haberle tenido esperando, pero ese director…
El viejo le mira: «¡Pobre chico! Siempre con prisa, siempre disculpándose… ¡Y pensar que es hijo mío!»
—Un momento…¿Qué es eso?
—¿Eso? Los Esposos. Un sarcófago etrusco.
—¿Sarcófago? ¿Una caja para muertos?
—Sí… Pero vámonos.
—¿Les enterraban ahí dentro? ¿En eso como un diván?
—Un triclinio. Los etruscos comían tendidos, como en Roma. Y no les enterraban, propiamente. Depositaban los sarcófagos en una cripta cerrada, pintada por dentro como una casa.
—¿Como el panteón de los marqueses Malfatti, allá en Roccasera?
—Lo mismo… Pero Andrea se lo explicará mejor. Yo no soy arqueólogo.
—¿Tu mujer?… Bueno, le preguntaré.
El hijo mira a su padre con asombro. «¿Tanto interés tiene?» Vuelve a consultar el reloj.
—Milán queda lejos, padre… Por favor.
El viejo se alza lentamente del banco, sin apartar los ojos de la pareja.
—¡Les enterraban comiendo! —murmura admirado… Al fin, a regañadientes, sigue a su hijo.
A la salida el viejo toca otro tema.
—No te ha ido muy bien con el director del museo, ¿verdad?
El hijo tuerce el gesto.
—Bueno, lo de siempre, ya sabe. Prometen, prometen, pero… Eso sí, ha hecho grandes elogios de Andrea. Incluso conocía su último artículo.
El viejo recuerda cuando, recién acabada la guerra, subió él a Roma con Ambrosio y otro partisano («¿cómo se llamaba, aquel albanés tan buen tirador?…, ¡maldita memoria!») para exigir la reforma agraria en la región de la Pequeña Sila a un dirigente del Partido.
—¿Te ha acompañado hasta la puerta dándote palmadas en el hombro?
—¡Desde luego! Ha estado amabilísimo.
El hijo sonríe, pero el viejo tuerce el ceño. Como entonces. Fueron precisos los tres muertos de la manifestación campesina de Melissa, junto a Santa Severina, para que los políticos de Roma se asustaran y decidieran hacer algo.
Llegan hasta el coche en el aparcamiento y se instalan dentro. El viejo gruñe mientras se abrocha el cinturón de seguridad. «¡Buen negocio para unos cuantos! ¡Como si uno no tuviera derecho a matarse a su gusto!» Arrancan y se dirigen hacia la salida de Roma. A poco de pagar el peaje, ya en la Autostrada del Sole, el viejo vuelve a su tema mientras lía despacio un cigarrillo.
—¿Enterraban a los dos juntos?
—¿A quiénes, padre?
—A la pareja. A los etruscos.
—No lo sé. Puede.
—¿Y cómo? ¡No iban a morirse al mismo tiempo!
—Tiene usted razón… Pues no lo sé… Apriete ahí, que sale un encendedor.
—Déjate de encendedores. ¿Y la gracia del fósforo?
El viejo, efectivamente, frota y enciende con habilidad en el hueco formado por sus manos. Arroja el fósforo al exterior y fuma despaciosamente. Silencio desgarrado tan sólo por zumbido de motor, susurrar de neumáticos, algún imperioso bocinazo. El coche empieza a oler a tabaco negro, evocando en el hijo recuerdos infantiles. Con disimulo baja un poco el cristal de la ventanilla. El viejo entonces le mira: nunca ha podido acostumbrarse a ese perfil delicado, herencia materna cada año más perceptible. Conduce muy serio, atento a la ruta… «Sí, siempre ha sido un chico muy serio.»
—¿Por qué reían de esa manera tan…, bueno, así? ¡Y encima de su tumba, además!
—¿Quiénes?
—¡Quiénes van a ser! ¡Los etruscos, hombre, los del sepulcro! ¿En qué estabas pensando?
—¡Vaya por Dios, los etruscos!… ¿Cómo puedo saberlo? Además, no reían.
—¡Oh, ya lo creo que reían! ¡Y de todo, se reían! ¿No lo viste?… ¡De una manera…! Con los labios juntos, pero reían… ¡Y qué bocas! Ella, sobre todo, como… —Se interrumpe para callar un nombre (Salvinia) impetuosamente recordado.
El hijo se irrita. «¡Qué manía! ¿Acaso la enfermedad está ya afectándole al cerebro?»
—No reían, padre. Sólo una sonrisa. Una sonrisa de beatitud.
—¿Beatitud? ¿Qué es eso?
—Como los santos en las estampas, cuando contemplan a Dios.
El viejo suelta la carcajada.
—¿Santos? ¿Contemplando a Dios? ¿Ellos, los etruscos? ¡Ni hablar!
Su convicción no admite réplica. Les adelanta un coche grande y rápido, conducido por un chófer de librea. En el asiento de atrás el fugitivo perfil de una señora elegante. «Este hijo mío…», piensa el viejo. «¿Cuándo llegará a saber de la vida?»
—Los etruscos reían, te lo digo yo. Gozaban hasta encima de su tumba, ¿no te diste cuenta? ¡Vaya gente!
Da otra chupada al cigarro y continúa:
—¿Qué fue de esos etruscos?
—Los conquistaron los romanos.
—¡Los romanos! ¡Siempre haciendo la puñeta!

José Luis Sampedro (1917-2013) nació en Barcelona. Pasó su infancia en Tánger y su adolescencia en Aranjuez, ciudades de gran influencia en su obra. Vivió, también, en Cihuela (Soria), Melilla, Santander, Madrid, Tenerife y Mijas. Fue catedrático de Estructura Económica, escritor, miembro de la Real Academia Española y Premio Nacional de las Letras, además de uno de los autores e intelectuales más queridos y respetados de este país por su actitud ética, su obra, su compromiso con la vida, con la sociedad en la que le tocó vivir y por su posición a favor de un mundo más igualitario. Estos valores se reflejan tanto en sus ensayos de economía, Conciencia del subdesarrollo, Las fuerzas económicas de nuestro tiempo o Economía humanista, como en sus novelas, de las que cabe destacar La sonrisa etrusca, La vieja sirena, Octubre, Octubre, Real Sitio,El amante lesbiano, La senda del drago y la novela de ideas Cuarteto para un solista escrito con Olga Lucas. También se demuestran en los ensayos divulgativos: El mercado y la globalización y Los mongoles en Bagdad, o en sus obras a dos voces: Escribir es vivir, con Olga Lucas, La ciencia y la vida, con Valentí Fuster, Sobre política, mercado y convivencia, con Carlos Taibo, así como en el prólogo a ¡Indignaos! de Stéphane Hessel, en la fábula La Balada del Agua y en su obra póstuma Sala de espera.


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