El accidente

El “accidente” ocurrió justo en la tarde en la que decidimos casarnos.
Ibamos caminando despacio, cogidos de la mano, los ojos bajos como si buscáramos las palabras en la acera, un nudo de inquietud y de felicidad todavía incapaz de explotar en gestos y alegrías.
Al final, nos sentamos a una mesilla en la terraza de un bar.
Y ella apareció: dos piernas largas sobre zapatos de tacón alto, vestido negro muy ajustado, cabello arreglado por un buen peluquero, maquillaje perfecto.


-¿Espera a alguien, señorita? -le preguntó el camarero.
No oímos la respuesta, pero vimos que la mujer se sentaba a una mesita detrás de la nuestra. Esperó diez o quince minutos, luego llamó otra vez al camarero, que enseguida volvió con una botella de champán. En la bandeja estaba un solo vaso.
Nosotros seguíamos cogidos de la mano, perdidos entre aquellos matices de gestos y miradas que vuelven inútiles las palabras. No obstante, de vez en cuando los ojos de ambos se despistaban, enganchados por aquella escena tan rara.
El camarero se había quedado un rato, hablando de tonterías con la mujer, mientras le vertía el vino. Luego se fue y ella se llenó otra vez el vaso: sus uñas relucían a cada movimiento de la mano.
Llenó el vaso otra vez. Y luego otra.
Llegó una pequeña gitana con un ramo de rosas rojas, y se acercó a la mujer.
-¿Quieres una rosa?
-Sì, gracias. ¿Cuánto vale?
-Para ti nada. Te la regalo, porque eres preciosa.
La mujer se levantó y abrazó largamente a la niña. Después, abrió la cartera y le dejó una propina generosa. La gitanilla le dio tres flores, siguió girando entre las mesas y al final se acercó a nosotros.
Mi novio me regaló una rosa.
-Tienes que dejarla secar y guardarla como recuerdo de esta noche- me dijo, y me besó.
Algo me empujó a mirar hacia la mujer y me di cuenta de que tenía los ojos fijados en nosotros.
Entonces la reconocí: era Soledad, todos la conocían en el bachillerato. Sobre todo los chicos, que se vanagloriaban de que la conocían de manera bastante intima, pero también las chicas la observábamos, por su manera tan desenvuelta de portarse que provocaba chismes y envidia.
Por supuesto, ella nunca se había fijado en mi, en aquella chiquilla delgada y un poco empollona de tres clases atrás. Sin embargo, ahora me observaba con una mirada indescifrable, que daba miedo y pena al mismo tiempo. Su rostro ya no parecía hermoso, sino feo, de una fealdad hecha de aspereza y soledad.
-¿Nos vamos? -le propuse a mi novio.
-Pues… sí, si quieres. Pero es una noche tan hermosa, parece casi de verano -me contestó. -¿No quieres quedarte todavía un rato?
El no la vio tambalearse sobre sus tacones demasiado altos, no pudo darse cuenta de que Soledad, completamente borracha, estaba a sus espaldas, a un paso de nosotros con el último vaso de champán en la mano temblorosa. Ahora sus uñas relucían más que nunca.
-¿Cómo te van las cosas, chiquilla? Muy bien, me parece. En cambio, yo soy la estúpida que tiene que salir sola, la imbécil a la que quienquiera puede darle plantón, ¿qué te parece?
Mi novio la miró desconcertado, pero no tuvo el tiempo de preguntarse qué podría hacer. En un instante mi pelo y mi vestido nuevo estaban mojados de champán. Oímos un fragor de vidrio roto y el paso incierto de unos zapatos de tacón que se alejaban de toda prisa.
Un camarero acudió para ayudarme, el otro, el que había servido a Soledad, se dedicó a perseguirla, porque se le había olvidado pagar la cuenta.
-Pero, ¿Conocías a esa loca? -me preguntó mi novio, cuando por fin conseguimos hablar de lo ocurrido.
-Puede ser -contesté. Y los dos estallamos a reír.
Luego nos fuimos: creamos nuestra vida, construimos nuestros sueños, y nos olvidamos de ella. Solo se nos ocurría hablar alguna vez del “accidente”, el que pasó justo en la tarde en la que decidimos casarnos.


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Silvia Zanetto

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