ROMA. MEDIANOCHE. PLAZA DE ESPAÑA
Escalón a escalón va rodando
una botella vacía de cerveza.
Verde, alemana, rodando, sí.
Todas las risas y todos los gritos
han callado sin porqué.
De repente sólo está el silencio.
Calla ese negro empeñado
en invocar desde el fondo de la bahía
al viejo Otis Redding,
calla incluso el amante enroscado
en la boca de su amado infiel.
Todos mudos, ahora, como maniquíes.
El sonido del cristal que no rompe
se expande por la bóveda celeste,
más allá de las estrellas y el sol.
Es de noche y ya nadie puede
ni siquiera respirar.
El tintineo ayuda a Keats, poeta,
a morir en su lecho de agua
mientras Byron, en otra habitación,
se prueba máscaras de Carnaval.
La secuencia parece interminable:
la selección Saura marca goles
en redes de araña turcas
pero Roma, el mundo, se calla.
La pelota baja, queda dormida
en la hierba, a la espera
que estalle el próximo instante.
La botella resbala por el último
de los escalones de la Plaza
y, como un milagro, queda quieta.
Pero nadie dice nada,
nadie prosigue con lo que hacía.
Ni aún ahora. Nadie. no.
Persiste este silencio verde,
alemán, hueco, sobrenatural.
Lo nunca visto: nada comparable.
Ni el bebé del Acorazado,
ni Cristo caminando sobre el mar
ni Paolo Rossi en el ochenta y dos.
Mira a lo lejos: rojizas hogueras
que no aciertan a prender en la arena.
Seguir de pie, muchas veces,
es no saber morir.
Qué daría yo por tener el horizonte,
una azotea desde la que ondear
como señuelos, el fino
pentagrama de los huesos.
Ojos de niño con los que mirar
la última verja del Paraíso:
todo hermoso, todo perdido.
El silencio nos ha hecho sordos.
Pero no fueron las olas ni el mar
ni los sueños rotos bajo la piel.
Fue la pérdida, el abandono,
el amor que nos reventó por dentro,
que nos devastó a besos la vida,
en la fe de que alguien nos descubriera
y nos identificara como propio.
No es el náufrago quien está perdido
sino el barco que acierta a recogerlo.
CARLOS ZANÓN (Barcelona, 1966)