DUELO INFINITO
Sentados a una mesa, cuatro figuras envueltas en el humo de los cigarrillos juegan al póker. Modesto, acodado detrás de la barra, los observa. De vez en cuando agarra el vaso y se echa un trago de cazalla que cae en su estómago como un arponazo. Los cuatro hombres se cubren la cabeza con sombreros de fieltro. Sobre la mesa, el barniz de las culatas de sus semiautomáticas produce sutiles destellos.
Modesto mira el reloj de la pared. Bosteza. Faltan cinco minutos para las doce. Saca un paquetito con las uvas y se prepara para el consabido ritual. En ese momento, uno de los hombres se retira el sombrero hacia atrás, extiende la mano sobre la mesa y muestra las cartas. Los otros, pistola en mano, se ponen en pie. Modesto se toma las uvas al compás de los disparos que ahogan el sonido de las campanadas. En el eco de la última, el humo y las figuras se desvanecen en el silencio. Modesto suspira. Se acerca a la mesa. La limpia y la arrincona hasta el treinta y uno de diciembre siguiente, que comenzará de nuevo el infernal duelo infinito.
LUNA DE PERIGEO
De los estudios llevados a cabo por el profesor Wigenstein von Wigenstein de la Universidad de la Baja Renania en los primeros años del siglo XIX, se pudo concluir que los cambios experimentados en las condiciones vitales de determinados seres de la naturaleza eran coincidentes con el máximo apogeo del astro lunar.
Algunos ratones de la especie «Colaerum ratonum» contrajeron un índice notable de locura, dándose el caso de convertirse en voladores. Se hallaron apuntes sobre primates «Risitorum» convertidos en expertos bailarines de ballet. Así como el hallazgo de ofidios trapecistas y marsupiales cantantes de ópera.
El profesor desapareció una noche de San Lorenzo, en plena luna de perigeo. Sus apuntes y estudios quedaron, aparentemente, inconclusos. Meses después fueron retomados por una alumna llamada Steinwigen von Steinwigen de la cual, hasta la fecha, no se tenía noticia.
CANCIÓN DE CUNA
La madre mecía al niño en una de esas cunas de mimbre que se sujetan a un arco y el capazo queda suspendido en el aire. La criatura sonreía. Unos graciosos hoyuelos, como los de su padre, se marcaban en sus mofletes. Entornaba los ojos y los volvía a abrir. En cada vaivén veía el rostro perfilado de su madre.
En cada vaivén, un cosquilleo en el estómago le hacía encoger las piernas, como si viajara por una carretera llena de baches.
El techo se cubrió de estrellas. Vio la luna como si se reflejara en un cristal. Agitó las manitas en un intento de aferrarse a un objeto concreto.
Algunas noches aún se escucha un llanto desolado en el firmamento.
ELENA CASERO (Valencia, 1954). Los micros seleccionados pertenecen a “Luna de perigeo” (Editorial Enkuadres, diciembre de 2016).