El microrrelato de los viernes: Un cuento breve del Diablo sabe mi nombre

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EL LOCO

Se despierta una mañana, se levanta. Se dirige hacia el armario (no desayuna, no bebe ni un vaso de agua). Saca un pañuelo rojo (¿un paliacate?, ¿una seda?) y lo extiende sobre su cama. Recoge objetos de su habitación, objetos que para otros serían tonterías/fetiches/amuletos, pero que para él son sus más valiosas pertenencias: un mechón de cabellos de su amada, una fotografía arrugada de cuando era niño, una piedra recogida en un río, un collar de semillas de colores, un bigote de su gato, un reloj que no funciona.

Anuda el pañuelo y lo ata a un cayado. Toma un sombrero, el cual corona con una pluma. Viste túnica de colores y botas amarillas. Equilibra el cayado con sus tesoros sobre el hombro y sin avisar a nadie, sale fuera de casa.

Brinca, salta, saluda a los extraños, juega con el viento, con la luz, con las plantas, les habla y les canta. Corta una rosa en el camino. Se desconcierta un poco al no escuchar respuesta de sus interlocutores, mudos, estúpidos, que lo miran pasar en silencio.

Nadie sabe quién es, adónde va ni de dónde viene. Nadie sabe qué es lo que lleva sobre el hombro y porque aparenta felicidad. Un perro lo persigue, risueño. piensa el perro que es un juego, aquella manera en que brinca el hombre. Las personas que lo miran pasar murmuran, lo señalan con el dedo.

Pero el hombre de la túnica de colores no se entera de nada. Nota esos rostros desconcertados y se pregunta «¿por qué me miran tanto?». Así transcurre el día y el hombre abandona el pueblo, los caminos. Alcanza distancias que no conoce, que nadie ha visto. El perro sigue a sus pies, jadeante, cuando nota que el hombre de la túnica de colores cambia la expresión de su rostro, ahora sombrío.

Ya está en la orilla del abismo, al borde del precipicio.¡Ah, aquel paisaje, el viento que golpea el pecho del hombre y que lo hace sentirse pariente de Dios mismo! ¡Al diablo con todos aquellos rostros estupefactos, con todos los extraños en el camino! «La soledad no existe si por lo menos hay un perro que te acompañe», piensa.

Y mientras piensa, no lo nota, pero su pie está en el aire. Un paso más y el hombre caerá por el abismo. El perro muerde su bota, intenta detenerlo, pero el hombre danza sobre un pie, grita, (no sabemos si de dolor o alegría, los sonidos son tan similares que se confunden).

Entonces el perro, desesperado, aúlla en voz alta: «¡Loco!».

Y el hombre lo mira, aterrado.

JACINTA ESCUDOS (San Salvador, 1961). El texto pertenece al libro “El Diablo sabe mi nombre”, Uruk editores, 2008