FUERA DEL BOSQUE
Las cosas pasan así, en un segundo. Sin tiempo para reaccionar, ni siquiera para darte cuenta. Así se me escapó Coco, en un instante.
Estaba solo en casa, Marisa había ido a la cita semanal con su psicólogo. Fue intencionado coger citas en días distintos, para no tener que ir juntos. Reconozco que algunas veces, cuando Marisa se va, fumo dentro, total después ventilo y ella ni se entera. Bien es verdad que desde que no está Tomi le importa un poco menos. Todo le importa menos. Pero esa mañana, aunque estuviera fresco, me apeteció salir a fumar fuera. Y fue en apenas un segundo, lo que tarda la puerta mosquitera en cerrarse, que Coco salió disparado y desapareció en el bosque detrás de la casa. Yo alcancé a verlo por el rabillo del ojo y lo llamé, pero no me hizo caso. Coco es un beagle, es pequeño y rápido, con instinto cazador. Corrí detrás de él, me adentré en el bosque, y a pesar de que era una mañana muy luminosa, en apenas unos metros me rodeó la oscuridad.
Agitado, me detuve a recuperar el aliento. Sujetando los riñones, eché la cabeza atrás. Un rayo de sol filtrado me deslumbró. Cerré los ojos y pude sentir el martilleo de la sangre en las sienes. Noté como la marea de la desesperación subía rápidamente a mi cabeza y nublaba mi pensamiento. No podía pasarme otra vez. Otra vez no.
Intenté tranquilizarme y decidí regresar. Había dejado todo abierto, el móvil en la mesa de la cocina. ¿Y si Coco volvía? Sí, eso sería lo más probable. Pero ¿cuánto tiempo debía esperar? Si se alejaba, podría perderse. Después de lo de Tomi buscamos una casa alejada de la carretera, pero si atravesaba todo el bosque terminaría llegando a ella. Entonces debería salir a buscarle cuanto antes.
Así que decidí adentrarme en el bosque tras él.
Dejé fuera su plato lleno de pienso. Aunque sabia que el riesgo era que viniera cualquier otro animal a comerlo, también pensé que podría atraerle el olor. Y por el mismo motivo, llevé unos snacks en el bolsillo, unas orejas de buey ahumadas.
Ya en el bosque, rodeado por los árboles altos y tupidos que dejaban poco resquicio a la luz de la mañana, comencé a sentirme extraño. No era miedo, no. Más bien lo contrario, una sensación de soledad que me reconfortaba. Como si allí toda preocupación fuera absurda.
Pero debía preocuparme. No podía dejar que Coco se perdiese. Es por eso que cada tanto gritaba su nombre; y también para romper el silencio del bosque.
Nos fuimos acostumbrando a vivir en silencio, Marisa y yo. A mí me cuesta, pero mi psicólogo dice que tengo que respetar su opción. No puedo forzarla a hablar de lo que ella no quiere, por no hacerle daño. No importa que a mí me haga daño callar. Para hablar ya tengo al psicólogo, pero no es lo mismo. Entonces termino llenando el silencio de trivialidades, ella contesta con monosílabos, y todos contentos. Aunque tal vez sea lo contrario. A veces intento llevar la conversación hacia lo que nos duele, pero nunca consigo nada. O si: que Marisa se encierre aún más.
—¡Coco! ¡Ven aquí, Coco! gritaba al bosque, que tampoco me respondía.
Y volvía el silencio.
Pero no era un silencio absoluto. Una ligera brisa susurraba entre las hojas más altas. De vez en cuando el sonido quedo de un pájaro. Un jadeoque yo queria
creer de Coco, y entonces volvía a gritar su nombre
Pero nada.
Mis ojos ya se habían hecho a la oscuridad. A todo se acostumbra uno, solo hay que dejar que pase el tiempo. Sentí una creciente desazón ante la posibilidad concreta de no verle más. Y pensé en qué le podría decir a Marisa. Cómo se lo tomaría ella. Cómo seria vivir sin Coco. Aunque a veces nos molestaran sus ladridos por la noche, cuando sentía la presencia de algún animal en el bosque. O incluso el ligero crujido de sus uñas rascando la puerta. Su infantil ronquido cuando se dormía en la alfombra, junto a la chimenea. Nos quejábamos a veces de estos ruidos, pero en el fondo sabíamos que le daban vida a la casa.
De pronto sentí movimiento a mi espalda. Al girar me vi de frente con un pequeño lobo. Cruzamos las miradas por un instante un segunda tal vez. Me sobresalté y el lobo salió corriendo por donde vino. En ese momento no pensé en nada, corrí tras él. A toda la velocidad que pude, evitando troncos, ramas, tropiezos. El corazón bombeaba la sangre con furia. No volví a ver al lobo, pero seguí corriendo igual. Hasta que, de repente, me detuve en seco. Pensé: «¿qué estoy haciendo?». No tenía ningún sentido. Sentí una humedad fría recorriéndome la espalda; me pareció que la temperatura había bajado de golpe. Sin embargo, sudaba.
Justo entonces advertí una vibración en el bolsillo.
Marisa. No cogí la llamada. Imaginé que debía haber llegado a casa. No tenía sentido seguir buscando a ciegas. Las hojas siseaban al ritmo que les marcaba el viento. Por encima de eso, solo se podía escuchar mi respiración entrecortada.
Salí del bosque y encontré el sendero que bajaba hasta casa. No podía quitarme la sensación de frío del cuerpo. Apreté el paso. Pronto pude ver la cabaña al final del sendero, mientras pensaba cómo se lo explicaría a Marisa. Cuando estaba ya a unos cincuenta metros, escuché un ladrido. Y otro más.
Vi una mancha parduzca correr hacia mí. Las orejas y la lengua de Coco iban dando botes de alegría. Por detrás de la casa vi asomarse a Marisa. Los ladridos, estridentes, iban aumentando en intensidad a medida que Coco se acercaba. Me hacían daño en los oídos. Pero a la vez, curiosamente, me llenaban de alivio.
ADRIÁN GUALDONI (Buenos Aires, 1971). El cuento seleccionado pertenece al libro “Selección natural”, Editorial DELIRIOS DEL TALLER.

Linda página.
Me gustaMe gusta