El microrrelato de los viernes: Dos micros de Cristina Peri Rossi

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CRIANZAS

Siempre imagino que mi madre tiene nada más que venticinco años (la edad que ella tenía cuando yo nací), de ahí, que me enfurezca si la oigo arrastrar los pies, cloquear, toser o pensar como una vieja. No entiendo por qué a los venticinco años le han salido arrugas ni me explico cómo siendo tan joven se acuesta tan temprano.

Si en algún momento de pavorosa lucidez advierto que es una vieja, tal descubrimiento me llena de horror, por lo cual trato inmediatamente de expulsar dicho conocimiento de la luz de mi conciencia, de manera que enseguida recupera sus venticinco años.

Ella me trata a mí continuamente como si yo fuera una niña, por lo cual nos entendemos perfectamente.

No insisto en crecer, porque sé que es inútil: para nosotras dos, el tiempo se ha estacionado y ninguna cosa en el mundo podría hacerlo correr. Moriré de cinco años y ella de venticinco: a nuestros funerales asistirá una muchedumbre de ancianos niños y de niños que jamás llegaron a crecer.

ENTRE LA ESPADA Y LA PARED

El espacio que queda entre la espada y la pared es exiguo. Si huyendo de la espada, retrocedo hasta la pared, el frío del muro me congela; si huyendo de la pared, trato de avanzar en sentido contrario, la espada se clava en mi garganta. Cualquier alternativa, pues, que pretenda establecerse entre ellas, es falsa, y como tal, la denuncio. Tanto el muro como la espada sólo pretenden mi aniquilación, mi muerte, por lo cual me resisto a elegir. Si la espada fuera más benigna que el muro, o la pared, menos lacerante que el filo de aquella, cabría la posibilidad de decidirse, pero cualquiera que las observe –la espada, la pared– comprenderán enseguida que sus diferencias son sólo superficiales. Sé que tampoco es posible dilatar mi muerte tratando de vivir en el corto espacio que media entre la pared y la espada. No sólo el aire se ha enrarecido, está lleno de gases y de partículas venenosas: además, la espada me produce pequeños cortes (que yo disimulo por pudor) y el frío de la pared congestiona mis pulmones, aunque yo toso con discreción. Si consiguiera escurrirme (imposible salvación), la espada y el muro quedarían enfrentados, pero su poder, faltando yo entre ambos, habría disminuido tanto que posiblemente el muro se derrumbara y la espada enmoheciera.

Pero no existe ningún resquicio por el cual pueda huir, y cuando consigo engañar a la espada, la pared se agiganta, y si me separo de la pared, la espada avanza.

He procurado distraer la atención de la espada proponiéndole juegos, pero es muy astuta, y cuando deja de apuntar a mi garganta, es porque dirige su filo hacia mi corazón. En cuanto al muro, es verdad que a veces me olvido que se trata de una pared de hielo, y, cansado, busco apoyo en él: no bien lo hago, un escalofrío mortal me recuerda su naturaleza.

He vivido así los últimos meses. No sé por cuánto tiempo aún podré evitar el muro, la espada. El espacio es cada vez más estrecho y mis fuerzas se agotan. Me es indiferente mi destino: si moriré de una congestión pulmonar o me desangraré a causa de una herida; esto no me preocupa. 

Pero denuncio definitivamente que entre la espada y la pared no existe un lugar donde vivir.

CRISTINA PERI ROSSI (Montevideo, Uruguay, 12.11.1941)