Decía Ortega, en La deshumanización del arte, que el objeto artístico sólo es artístico en la medida en que no es real. Es decir, la ficción toma prestados elementos de la realidad que, sin embargo, no hay que confundir con ésta. El valor de una obra artística consiste, esencialmente, en esa diferenciación implícita.
Hoy día, no obstante, ficción y realidad se confunden, con bastante frecuencia, hasta el punto de ser cada vez más difícil diferenciar una de otra.
Este hecho es muy patente en la llamada industria del entretenimiento y más que flagrante en los programas televisivos, con los realities a la vanguardia. Tal es el caso que llegan a generar polémicas —habitualmente estériles, pero muy rentables— que traspasan su propia esfera o ámbito virtual-televisivo, convirtiéndose en seudonoticias de supuesto interés general.
Recrearse en la ficción de cuando en cuando no sólo es entendible, sino también oportuno para evadirse durante un tiempo, precisamente, de la realidad. A quién no le gusta ver una buena película o leer un buen libro.
Sin embargo, la distinción entre ficción y realidad es condición previa y necesaria para el goce estético. Por otra parte, confundir ambas nos convertiría en una especie de quijote de la era virtual, con el peligro que eso conllevaría.
Otro tanto ocurre con la difusión de las noticias, en ocasiones trufada de ficción o semirrealidad; cuarteada o engordada según conveniencia.
Pero esa, por supuesto, es otra historia.

Un gran despliegue de relatos poliédricos que sorprenderá gratamente
a los lectores. Un ejercicio de talento literario e imaginación sin límite
alguno. Una vez que comience por el primero no podrá parar.