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EL CÓNDOR PASA
Una corriente de aire tornadiza impidió su caída a punta de rifle y lo dejó en la estratosfera congelado. Veinte años después de que aquellos soldados entrasen en su casa y lo lanzasen al mar desde un avión, su cuerpo vivo descendió del ozono y tomó tierra sobre el festival letárgico de Viña del Mar, mansamente. La gravedad lo depositó en incómodo claroscuro, demediado por el maldito escalón pactante entre foso y escenario.
Volvió a casa. Tenía moratones infligidos por decentes oficinistas y milicos venidos a tenderos de bien.
– María, esta mañana me torturaron.
Ella lo silenció: Te perdono.
INMÓVIL
Me han robado el tacto, el sentido de acariciar. Me gustaría tener delante al perverso que decidió llamar táctil a esta pantalla. Apagaría lentamente un cigarrillo sobre la palma de su mano y diría, rozando los bordes esmaltados de sus lágrimas: «Amigo, esto sí es tacto». Sueño un alfiler candente para separar despacio sus uñas y decirle con suavidad al oído que matar sentidos con palabras no puede salir gratis. «¿Ves, hermano?, esta hermosa barricada en medio de tu línea de la vida es una quemadura profunda y no se va a curar». Pero sobre todo me gustaría trabajar con calma sobre las yemas de sus dedos para filtrar palabras de cal viva entre las grietas de sus aullidos
Debí desconfiar del olor a limpio del embalaje del teléfono, es un olor a limpio más siniestro que lo que dice esconder. Un limpio miserable, como el perfume de Nagasaki aquel agosto, teñido como una mina antipersona con forma de juguete. El olor a limpio que solo perciben los ateos en los tanatorios.
Fantaseo con deformar el rostro de quien llamó navegación a encallar en el erial de Internet. Ir de una pantalla a otra de una ratonera de cinco pulgadas no es navegar. Lo sé porque he visto el océano y no huele así. También marea, pero de otra forma más suculenta. Arrastro el índice otra vez sobre la pantalla y finjo apretar, finjo, como todos, que la pantalla es una ventana en lugar de una palada de cemento fresco sobre la tapia que clausura un sepulcro.
Hasta ayer detestaba los cuellos vencidos sobre las pantallas de los teléfonos móviles, sobre todo en compañía de otras personas, porque ignorar la cercanía de un cuerpo humano, ahora lo sé, es la peor forma de saquearlo. Sin embargo, esta noche soy yo el que lleva horas humillando la nuca sin descanso, pese a que hay mucha gente afable en torno a mí. Sé que debería mirarlos, lo merecen. Hace tres horas que se agotó la batería y sigo inmóvil, resbalando mis dedos grasientos sobre este sucedáneo de cristal negro, que se afila y amenaza con reflejar en cualquier momento la hinchazón de mis párpados.
Está guapo, dicen, pero no quiero verlo. Susurran, sollozan y merodean. Hay un vidrio impecable, una cortina brumosa y una caja blanca cerrada detrás. No es ahí donde estás, hijo, no voy a mirar esa caja. Busco. Busco con codicia en las yemas de mis dedos algún resto de aquel tacto suyo y, si me esfuerzo de verdad, puedo emerger de nuevo a las cosquillas de la planta de su pie. En el pasado remoto de anteayer, su pie dulce, sin ningún camino andado, iba directo a la risa sin más. No pienso mirar su piel maquillada. No voy siquiera a intuir el tacto falsificado de lo que ya no es. Guardo el móvil camino al crematorio, mirando todavía un suelo húmedo de abrazos inconclusos. Me han robado el tacto.
PABLO MARÍN ESCUDERO (A Coruña, 1970). El micro “El cóndor pasa” pertenece a la antología Maldito escalón: Microrrelatos seleccionados de los premios IASA, Ed. IASA, Granada, 2018 e “Inmóvil” se publicó en Error 404: antología de relatos sobre la perplejidad tecnológica, Ed, RELEE, Madrid, 2017.