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CHARCUTERÍA
Lo primero era tener al marrano bien cebao, engordarlo hasta que pesase al menos doce arrobas. Por eso, al menor descuido de mi tío, su mujer le retiraba el plato para echar al cerdo los sobrantes. “Ya comerás”, le gritaba, dejándole con la cuchara a medio camino de la boca. El puerco estaba feliz, aunque mi tío no tanto. Él se quejaba de hambre durante los meses del engorde y, a escondidas, se acercaba a la despensa para no perder cintura. Por las noches, yo escuchaba su refriega; gruñía piropos y rechinaba los dientes intentando apaciguar a mi tía bajo su peso. Como no tenían hijos, me acogieron cuando mis padres, flacos como anguilas, embarcaron rumbo a Viena para abrir un bar de tapas. Y así, fui destinada a bañar al cerdo, animal pulcro donde los haya, aunque ella insistía en frotarlo aprovechando el agua que desperdiciaba su marido. Le habíamos apartado del resto por su lozanía y el animal se ponía interesante si, a través de las trancas de madera, veía a alguna puerca en celo. Caminaba hinchado, balanceando las lorzas, restregándose los pelos del morro.
Para diciembre anunciamos la matanza. Se invitó a familiares y vecinos a disfrutar del festejo y se encargaron tripas y especias. Prendimos un buen brasero y los asistentes se sentaron alrededor de las mesas a beber anisete y tomar unas roscas antes de la faena. Mi tía y sus comadres, con los vasitos apoyados en la pila, lavaban las tripas y miraban de reojo a sus esposos que, engalanados con delantales de plástico, caminaban en busca del marrano. Unos con otros, los hombres bailaban con mi tío en el centro, su carrillada flotando sobre el mandil como un cuello isabelino, el cerdo aguarda lustroso, chilla en el frío del corral. Harta de la espera, mi tía se secó las manos, agarró la navaja barbera animada por las comadres y en un santiamén brotó el chorro en dirección al cubo. Las roscas se atascaron en las gargantas. Alguien escupió el anisete. Nadie se atrevió a hablar. ¿Qué más da un cerdo que otro?, explicó mi tía removiendo la sangre para evitar que cuajase.
BLANCA FERNÁNDEZ (San Sebastián, 1966). El relato seleccionado pertenece al libro “Los que huyen”, Editorial El pez volador, Madrid, 2014.

¡Qué bueno!
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